Adrián García Peña | Durante la pandemia, los dirigentes políticos españoles, tanto en el poder como en la oposición, han optado por “convivir” con el virus en lugar de intentar erradicarlo dentro de nuestras fronteras. Con pocas pero destacables excepciones, esta estrategia no ha sido distinta en el resto de Estados. En torno a una actuación que ha sido considerada de formas muy diversas —represiva, prudente, proporcional, cobarde o electoralista—, lo que parece claro es que nuestros gobernantes han elegido el camino fácil: por un lado, huir de medidas de choque mientras sea posible y optar por parches que amortigüen el golpe, cronificando la pandemia y con ella las muertes y el lastre de una economía enfocada a servicios; por otro lado, echar balones fuera, ya sea desde el Gobierno del Estado hacia las comunidades autónomas, o viceversa. En cualquier caso, el daño ya está hecho. En España vamos por la quinta ola y nadie puede asegurar que sea la última, teniendo en cuenta que las mutaciones del virus se ven favorecidas por la desigualdad de la población mundial en el acceso a las vacunas.
En la “nueva normalidad”, la responsabilidad ha sido desplazada en buena medida hacia la población, la cual ha cumplido de forma general con la prevención exigida. Sin embargo, desde el principio de la pandemia hemos observado con estupor la naturalidad con la que algunos individuos actúan como si nada hubiese cambiado, ya sea asistiendo a fiestas, botellones, reuniones concurridas en espacios cerrados, aglomeraciones masivas, etc., todo ello sin cumplir con unas mínimas normas de seguridad. En este momento, cuando la vacunación de los países del primer mundo está llegando poco a poco a todos los tramos de edad, nos encontramos con el problema añadido de quienes no quieren ponerse la vacuna. Estas personas reivindican libertad para no hacerlo y para llevar una vida normal, en detrimento de la salud colectiva. Una libertad entendida en el sentido más egoísta e infantil, aquel que no contempla límites ni deberes con respecto a la sociedad.
En este contexto, el presidente de la República francesa, Emmanuel Macron, ha anunciado medidas para los no inmunizados. La intención es trasladar el peso de las restricciones a quienes pretenden no compartir la carga de la pandemia y la responsabilidad cívica. “Esta vez se queda usted en casa, no nosotros”, ha comentado. Ante este hecho, se han producido manifestaciones y protestas por todo el país, reivindicando de nuevo esa concepción vacía y egoísta de libertad. En realidad, se trata de un reconocimiento implícito de que su ocio —un ocio irresponsable— es más importante que la salud y la supervivencia de sus conciudadanos.
No debería sorprendernos encontrar tales actitudes; no solo se dan en el campo de la salud, sino también en lo relativo al pago de impuestos, al cuidado de lo público o al respeto hacia los demás. Tiene mucho que ver con un modelo educativo —y un panorama ideológico— que no se esfuerza en hacer futuros buenos ciudadanos, responsables de sus actos. Incluso algunas figuras relevantes del mundo del arte, el entretenimiento y la política fomentan comportamientos nocivos para la sociedad. Sin duda, el debate está servido, y no solo alrededor de Macron o del ámbito sanitario. Sería interesante que en las próximas elecciones —y en lo sucesivo—, además de cuestiones como la edad, la división centro-periferia o la clase social, entrase también en juego el clivaje de la responsabilidad.
Adrián García Peña
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