Ipítaca (Incorrección Política) | Todo aquel que haya sentido (o siente) un impulso por cambiar las cosas, por hacer de éste un lugar más justo y habitable, seguramente se sentirá familiarizado con una escena que ha removido la conciencia de alguna que otra generación. La imagen transcurre en unos segundos: miles de personas agolpadas con sus respectivas máscaras en al borde del río Tamesis esperan expectantes. Por los altavoces suena “su música”, la Obertura 1812, Op. 49 del compositor ruso Piotr Ilich Chaikovski. Todo transcurre con relativa calma, como aguantando un suspiro. De pronto, la música coge ritmo y viveza y, siguiendo el fulgor de los cañones y el repique de campanas, como celebrando de nuevo el triunfo de Rusia sobre las tropas napoleónicas, los majestuosos ventanales del palacio de Westminster comienzan a estallar y bocanadas de fuego a salir de su interior. El espectáculo es impresionante, acongoja ver el Big Ben echo pedazos y su aguja saltando por los aires. Es extraordinario, los explosivos acaban conformando figuras coloridas en el cielo y los presentes han de retirase las máscaras de V para ver, boquiabiertos, lo que no creían posible. Y, entonces, fin de la música, fin de la escena, fin de la película.
El famoso filósofo Slavoj Žižek suele traer a colación esta escena de la película de V de Vendetta en sus conferencias y coloquios para hacer referencia a una cuestión que, de un modo u otro, creo que nos interpela a cada uno de nosotros. Con cierta carga de humor e ironía, propia del pensador yugoslavo, asegura que vendería a su madre a un esclavista para ver V de Vendetta II. Su planteamiento es muy sencillo y, visto lo visto, me parece del todo acertado. ¿Qué ocurre el día de después?, ¿qué pasa cuándo gana la revolución?, ¿cómo gestionar todas las promesas y demandas? Una vez el Parlamento ha estallado por los aires, ¿cada uno se va a su casa?, ¿y al día siguiente a trabajar?
Si nos alejamos del mundo cinematográfico donde, querámoslo o no, todo es más grandilocuente y esplendoroso y aterrizamos en nuestra tierra, vemos que tenemos ante nosotros el ejemplo perfecto de lo que plantea Žižek. Efectivamente, pienso en los partidos de nuevo cuño que vinieron a asaltar los cielos. Nadie se esperaba que una formación como Podemos (ahora Unidas Podemos) pudiera alcanzar lo que ha conseguido en pocos años. Si bien no salió de las plazas del 15M como muchos han querido hacernos creer, es obvio que supieron aprovechar muy astutamente el desencanto de una sociedad espoleada por una crisis financiera que les dejaba sin derechos sociales, sin libertades, sin posibilidad de futuro. Su mensaje, cargado de furor y pasión, era claro: los poderosos tenían los días contados cuando alcanzaran el poder (algo improbable, entonces, pero esperanzador). Los recortes serían cosa del pasado, la pobreza energética un mal recuerdo y la transparencia garantizaría que ninguno se desviara del camino del servicio público.
Todo era bello, casi tan romántico y provocador como organizar una revolución en los pequeños cafés infestos del París de 1871. Sin embargo, por suerte o por desgracia para Podemos, la revolución triunfó y llegaron al poder. En 2019 dio comienzo la XIV legislatura de España en la que el partido “de la gente”, salido de las calles, atento a las minorías y a las preocupaciones de las clases bajas formaba parte del Ejecutivo. Aquello era insólito, quizá no tanto como ver el Parlamento inglés ardiendo bajo un cielo inundado por fuegos artificiales, mas sí un acontecimiento único en la política de este país. Pero entonces, como vaticinaba Žižek, llegó el día de después y, efectivamente, no ocurrió nada.
Siguiendo al guatemalteco Augusto Monterroso, podríamos decir que cuando despertamos, el dinosaurio todavía estaba allí, pero no es cierto. Sería hermoso y consolador decir que Unidas Podemos vino y, pese a sus intentos, lo dejó todo igual. Creo que no es el caso. Su paso por la política que, si me permiten, espero que sea breve, se ha llevado consigo muchas esperanzas y ha avivado el desencanto de un sector nada desdeñable de la sociedad que en su día se había emocionado viendo el Palacio de Westminster estallar al paso marcado por Chaikovski. Han logrado que la opinión pública crea que medidas que antaño serían consideradas como moderadas hoy sean calificadas de aberrantes por extremas. No quiero dar a entender que todo lo que ha salido del gobierno ha sido malo o desastroso, ni mucho menos, pero me parece que queda muy lejos de lo que se esperaba y de lo que prometían. Creo que el debate no está en el lenguaje de género o en si hemos de sustituir la monarquía por una república mientras España se la juega con los Fondos europeos y los trabajadores sufren lo peor de la crisis. Me parece que, pese a anunciar que asaltarían los cielos, por ineptitud, imposibilidad o malicia (juzguen ustedes mismos), no han estado a la altura.
Con todo, he de reconocerles que sigo embelesándome al ver los minutos finales de la gloriosa película V de Vendetta. Es curioso la estulticia del ser humano que se resiste a cruzarse de brazos y desea intentarlo una vez más. Creo que eso nos une a todos en este proyecto. Ahora bien, si me permiten, soy de las que piensa que sin una V de Vendetta II añoraremos cada piedra que componía el Palacio de Westminster que ya no podremos reconstruir y aborrecemos cada compás de la Obertura 1812 que ya no podremos dejar de escuchar. «Los símbolos tienen el valor que les da la gente, por sí solo un símbolo no significa nada».
Ipítaca (Incorrección Política)
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