Sofía Peña | El objetivo más ambicioso del Ministerio de Igualdad es la aprobación de la nueva Ley Trans. La ministra Montero y su equipo pretenden, a través de este texto legislativo, avanzar hacia la despatologización del transexualismo y blindar los derechos de las personas transexuales y transgénero. A la ministra del “niños, niñas y niñes” se le olvida, empero, que los derechos de las personas trans quedan garantizados ya en la Ley Trans de 2007 que se promulgó durante el gobierno de Rodríguez Zapatero. ¿Qué pretende, entonces, el equipo del Ministerio de Igualdad con esta nueva ley? Nada más ni nada menos que avanzar hacia la autodeterminación de género, partiendo de una concepción antropológica que no concibe a los seres humanos en su totalidad y que no atiende a ningún criterio orgánico, biológico, o en definitiva, científico. Parece que hemos vuelto al dualismo substancial cartesiano y que nuestra res cogitans, nuestro pensamiento, puede determinar libremente la realidad de nuestra sustancia extensa y material.
Muchas compañeras juristas cercanas al feminismo radical y de la igualdad han señalado con claridad la polémica que concierne a la famosa “autodeterminación de género”. En definitiva, la teoría de la autodeterminación de raigambre queer es incompatible con las tesis de las feministas radicales que, como Kate Millet y Sheila Jeffreys, defendieron que el género es una forma de opresión. Sin embargo, el debate estrictamente jurídico concierne al engaño que supone el propio concepto de autodeterminación de género, pues no esconde sino otra cosa que la autodeterminación del sexo registral. Y este procedimiento pone en entredicho todas las políticas de igualdad conseguidas en los últimos años, como la Ley Integral de Violencia de Género, las cuotas, el deporte femenino, la garantía de acceso justo para las mujeres en el caso de exámenes de oposición que involucren pruebas físicas, o los espacios seguros para mujeres como los baños públicos.
Si ponemos el foco en la garantía de los derechos de las mujeres, esta ley no implica sino retrocesos en los mismos. La experiencia de este tipo de políticas en países como el Reino Unido son la prueba perfecta para demostrar que allí donde avanzan las políticas de libre autodeterminación retroceden los derechos de las mujeres. Tenemos el caso Stephen Wood, quien, tras ser condenado a cadena perpetua por cometer múltiples delitos de índole pedófilo y sexual contra niños, niñas y mujeres, ingresó a una cárcel de mujeres por su condición de transgénero, y allí abusó de otras cuatro reclusas. Pero si ponemos el foco en las propias personas trans, ¿garantiza esta ley la atención médica que necesitan las personas con disforia de género? En este estadio del debate los argumentos jurídicos se quedan cortos. Es necesario acudir a la bioética principialista de L. Beauchamp y J.F. Childress, y sus principios de autonomía, beneficencia y no maleficencia.
El debate bioético nace a finales de la década de los setenta, en un contexto en que la medicina deja de tener ese tinte paternalista donde el paciente no tiene sino que obedecer al personal médico para ser sustituido por un nuevo paradigma que permita más libertad de decisión a los enfermos. En este momento nace el consentimiento informado, es decir, el proceso por el cual se informa al paciente de los beneficios y los riesgos de un tratamiento o una operación quirúrgica. También esta nueva ley avanza hacia una mayor libertad del paciente con disforia, asegurando que los menores puedan recibir tratamiento hormonal y someterse a la cirugía de reasignación de sexo sin el consentimiento de sus progenitores o tutores legales.
A priori, podría parecer que el hecho de que los menores de edad puedan someterse sin consentimiento paterno al tratamiento hormonal y a la cirugía de reasignación respeta a la perfección el principio de autonomía, en tanto que el menor no es plenamente autónomo si sus progenitores tienen la última palabra a la hora de administrar o no el tratamiento. La pregunta es si un menor de edad puede dar un consentimiento verdaderamente informado en estos casos. Los defensores de la terapia hormonal sugieren que, si no se permite a los pacientes menores de edad desarrollar libremente su identidad de género como aspecto esencial del desarrollo de la libre personalidad, no estamos respetando la autonomía del menor. Para referir a un concepto de autonomía que sea extensible a los niños y adolescentes, se ha introducido desde estas posturas la llamada doctrina del menor maduro. De acuerdo con esta teoría, no debemos tener en cuenta la edad del menor sino más bien su madurez y su capacidad para comprender los riesgos y beneficios del tratamiento. La crítica que se hace a la tríada terapéutica (bloqueadores de la pubertad, terapia hormonal cruzada y finalmente cirugía de reasignación de sexo) tomando en consideración el principio de autonomía es obvia: los pacientes menores de edad no pueden tomar decisiones plenamente autónomas debido a su edad, y la responsabilidad en estos casos recaerá en los padres. Además, en pacientes de una edad de unos 16 años, si bien el pensamiento lógico está plenamente desarrollado, no se ha alcanzado aún la plena madurez cognitiva, según nos dice la investigación. Además, el consentimiento informado no es plenamente neutro, ya que consideramos que el tratamiento está aún en fase experimental, no sabiendo aún de manera certera la totalidad de efectos secundarios que puede acarrear. Por otra parte, la decisión no será plenamente autónoma si en la investigación médica interfiere el lobby LGTB manipulando y sesgando la investigación y sus datos.
Tampoco parece satisfacer la tríada terapéutica los principios de beneficencia y de no maleficencia. Entendemos como beneficencia todas aquellas acciones médicas que fomentan el bienestar del paciente. Los partidarios del tratamiento aducen que la terapia es efectiva en tanto que puede contribuir al alivio de enfermedades y trastornos asociados a la disforia, como la ansiedad y la depresión. En contraposición a esto, las razones que motivan el rechazo de la tríada terapéutica son claras: (1) los profesionales no pueden evaluar los riesgos y beneficios de la terapia objetivamente si los resultados de los que disponemos no son el resultado de una evaluación estrictamente científica; (2) el tratamiento de la disforia no es curativa y como mucho puede ser considerada paliativa, puesto que no ataca la causa del problema sino sólo la sintomatología; (3) tenemos que tener en cuenta el arrepentimiento de muchos transexuales reasignados; (4) la cirugía no concibe al paciente en su totalidad, ya que trata de acompasar el cuerpo al psiquismo y nuestra naturaleza humana no es puramente mental como tampoco es exclusivamente material, (5) quedan las dudas de si, tras la cirugía de reasignación, la implantación de unos nuevos genitales masculinos y femeninos traen consigo el nacimiento de una nueva identidad personal fundamentada en esta genitalidad que siempre alivie el sufrimiento de las personas transexuales.
El principio de no maleficencia supone como aceptables todas aquellas prácticas que se limiten a no empeorar la situación del enfermo, y muchos autores lo incorporan al principio de beneficencia. En este aspecto, es imposible dilucidar con claridad si la tríada terapéutica no hace ningún daño al cuerpo humano, ya que es un tratamiento en fase experimental del que no se conocen con certeza sus efectos a largo plazo. Más cuestionable éticamente es aún la cirugía de reasignación del sexo en tanto que se trata de una práctica mutilante. No obstante, un artículo de la revista Actuall publicado en 2019 refiere a más de 6000 muertes como resultado de la administración de bloqueadores de la pubertad. Además, los órganos sexuales artificiales que reemplazan a los naturales y biológicos, no
suelen ser funcionales, y restituir lo que está sano por algo que ni siquiera es funcional no respeta el principio de maleficencia, como tampoco lo respeta la esterilidad que sucede a la cirugía de reasignación.
Es bien conocido que las feministas que nos atrevemos a debatir este tipo de leyes y de tratamientos hormonales y quirúrgicos somos tachadas, como poco, de tránsfobas y fascistas. Pero, sin embargo, únicamente poniendo estos debates sobre la mesa nos estamos preocupando por el derecho de las personas trans a un tratamiento médico con las debidas garantías.
Sofía Peña
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Interesante articulo