Zoon politikon, Aristóteles, las personas somos sociales por naturaleza. Ahora bien, la relación social, al contrario que en los insectos, no es instintiva sino que tiene un componente mayor o menor de libertad condicionada por circunstancias y estructuras e inercias históricas, sociales, económicas o culturales, nunca programadas genéticamente ni sometidas a leyes inexorables de la naturaleza, a un destino o a los planes trazados por una entidad superior o por un dios.
La vida en sociedad con el ingrediente de la libertad conduce a la política, que es, en resumen, la capacidad que tienen unas personas de hacer que otras hagan lo que ellas quieren. La política tiene dos componentes: el poder y la autoridad. El poder es la fuerza, la persuasión, la capacidad de obligar por distintos medios y, en última instancia, la violencia. La autoridad es la aceptación del poder por los gobernados por diferentes medios ideológicos, religiosos o culturales. Si no hubiese libertad, si todo estuviese predeterminado o condicionado, no habría política. En nuestra cultura política parece mayoritariamente aceptada la autoridad democrática, independientemente de las distintas concepciones que se tengan de la democracia, pero que tienen como común denominador unas normas e instituciones que derivan del pueblo ¿Qué pueblo? La respuesta a esta pregunta es el concepto de soberanía, es decir ¿quien tiene derecho a crear las normas e instituciones que se aceptan como autoridad y sobre qué personas y lugares puede ejercerse el poder? y es el núcleo de este conflicto. La soberanía, a su vez, define la nación. La nación definida de este modo es necesariamente democrática, dicho de otro modo, la nación es una precondición de la democracia. Existen otras definiciones de nación que se basan en rasgos étnicos, lingüísticos, culturales o en orígenes míticos, que excluyen de sus componentes a quienes sus definidores no consideran que comparten total o parcialmente dichos rasgos, por otra parte de dudosos límites más allá de estereotipos y que resisten mal el análisis histórico, el mestizaje y el cambio social. Estos tipos de definiciones de nación pueden ser democráticos o no.
La realidad histórica, sin embargo, no sigue el orden un pueblo, una nación, unos ideólogos, un nacionalismo y un estado. Es más bien al contrario. En el siglo XV se crearon los primeros Estados como patrimonio de las monarquías que en ese tiempo dejaron de ser un primus inter pares consentido por la nobleza al conseguir imponerse militarmente a ella con ejércitos públicos para cuya financiación se crearon las administraciones públicas. Estos Estados ejercían su poder sobre realidades sociales y culturales diversas. Una monarquía podía ser también propietaria de varios Estados. Debido a distintas causas históricas e ideológicas que se fueron desarrollando desde ese momento, como la expansión de Europa por el mundo, las ideas renacentistas, la reforma protestante, el desarrollo del capitalismo, la Ilustración, el ascenso de la burguesía o el desarrollo tecnológico y científico, en los siglos XVIII y XIX confluyeron varios factores que causaron la Revolución Industrial y las revoluciones burguesas. En mi opinión, el segundo gran cambio histórico, tras la Revolución Neolítica, en el que puede que aún estemos inmersos… pero esa es otra historia. Para lo que nos ocupa, surgió en esa época, a lomos de una burguesía que reclamaba el poder político al que pensaba que tenía derecho por su posición económica, el concepto de nación que tenemos en nuestra cultura política actual sobre las realidades estatales preexistentes, dotándolas de un relato nacionalista de homogeneidad. En este momento nacieron las naciones, no antes. La burguesía utilizó las ideologías del nacionalismo y del liberalismo para sustituir la legitimidad de la religión que sostenía el sistema político anterior gobernado por la monarquía, la nobleza y el clero. Se sustituyó la soberanía del rey, designado por Dios, por la soberanía de la nación. En un principio la nación sólo era la propia burguesía, mediante el sufragio censitario, limitada a ciertos niveles de renta o formación. Con el desarrollo del movimiento obrero la soberanía se extendió a toda la población masculina y con el feminismo también a las mujeres.
Histórica y geográficamente la democracia es la excepción. Lo normal y lo “fácil” es el poder autoritario y la intolerancia. La democracia no es sólo que gobierne el más votado, sino un sistema complejo edificado sobre varios equilibrios. Por ejemplo, la voluntad de la mayoría sin pisotear a la minoría, la división de poderes para controlarse entre ellos, el Estado de Derecho, el respeto a los derechos humanos o la conciencia poco frecuente de respetar al que piensa distinto, al que es diferente, de reconocer el derecho a la existencia del otro o de consentir temporalmente que otros utilicen los recursos escasos que necesitas. Todo lo anterior no se da necesariamente de forma voluntaria y altruista, perteneciente a la parte de la autoridad política, sino también garantizado por la parte del poder político siempre que no sea contradictorio con esa autoridad, otro equilibrio más. Democracia no es yo tengo un ideal y si no se cumple no hay democracia. Es más prosaico, menos romántico, es más parecida a un medio o un procedimiento que a un fin, para cuya consecución pacífica se utiliza precisamente la democracia. Es un sistema que reconoce la existencia del conflicto social y de intereses, de élites y de liderazgos distintos y que trata de canalizarlos de forma pacífica. Introduce en su concepción la provisionalidad y el cambio mediante el respeto a sus propios procedimientos. Ésta es una de sus principales fortalezas frente a los sistemas autoritarios, siempre amenazados por el cambio social y en tensión existencial durante la sucesión de sus líderes. El espíritu de la democracia, según Montesquieu, es el amor a las leyes, el civismo. El mal uso de las leyes a conveniencia la debilita, saltárselas a conveniencia la debilita, la corrupción la debilita, los indultos la debilitan, la amnistía la deslegitima y criticar todo lo anterior sólo cuando lo hacen «los otros» la debilitan. Por su excepcionalidad y fragilidad es valiosa. Lo saben mejor los que no viven en ella o los que la han perdido que los que viven en ella y creen que es lo normal cuando no lo es, como el pez que no se da cuenta de que vive en el agua hasta que está fuera.
Las amnistías, como en la Transición, se hacen cuando hay un cambio de régimen y el nuevo considera ilegítimo al anterior, que tiene presos políticos derivados de su ilegitimidad y por eso no se indultan, sino que se anula la norma ilegítima que los condenó. Siguiendo este razonamiento desde la perspectiva nacionalista catalana, no son suficientes los indultos ya concedidos, es necesaria una amnistía porque no es legítima la soberanía del pueblo español de la que emana su condena, sino la del pueblo catalán que votó el 1 de Octubre. Una democracia no puede amnistiar sus propias normas porque se deslegitima a sí misma. No es un mero cambio legal sino un cambio de autoridad porque si aceptamos que las leyes las hacen los representantes del pueblo, si éstas no valen, se lesiona la legitimidad del pueblo de las que emanan y de los medios coercitivos para hacerlas cumplir. Hay leyes que oprimen y leyes que liberan, hay leyes justas y leyes injustas pero la acción política democrática puede modificarlas pacíficamente. Quien no tiene nada, quien se encuentra en posiciones medias o desfavorecidas de la sociedad sólo tiene la ley del pueblo soberano al que pertenece, los poderosos tienen otros medios para que prevalezca su voluntad. Por eso lesionar la soberanía popular no es progresista ni fomenta la convivencia ni la concordia. Al contrario, la dificulta porque la convivencia democrática es el resultado del respeto a las leyes que los convivientes se han dado a sí mismos. Que una parte no respete esas leyes, no tenga que cumplirlas, dificulta la convivencia con la parte que sí tiene que hacerlo. El riesgo es que la única alternativa es la violencia. Cuando la democracia se retira, si el poder público legítimo se retira, lo que aparece no son filósofos bondadosos y pacíficos que buscan el bien común, sino poderes privados ilegítimos o señores de la guerra. Tanto en el tema de la amnistía como en el del referendum de independencia, el núcleo del conflicto reside, como he dicho antes, en quién es el sujeto de la soberanía. Ésta es excluyente en un mismo territorio. Para que las normas, las instituciones y los medios para hacerlas cumplir sean legítimos o son fruto de la soberanía del pueblo español, ahora existente, o lo son de la soberanía del pueblo catalán, la nueva que se quiere crear, pero no de ambas al mismo tiempo sobre las mismas personas y lugares. La creación de la nueva nación, de la nueva soberanía, para que sea pacífica debe hacerse con un acuerdo suficiente con la soberanía anterior, de lo contrario, si se hace pese a ella, pese a sus procedimientos e instituciones, sin una mayoría amplia que no reproduzca nuestra tradición contemporánea de las dos españas, sólo puede ser violenta.
Cuarenta años después del franquismo las izquierdas ya deberían despegarse de la amistad creada con el nacionalismo frente al enemigo común pues el Partido Nacionalista Vasco o Junts no tienen nada de progresistas y los nacionalismos racistas de ERC y Bildu tampoco. España no la inventó Franco ni su dictadura la padecieron sólo en esas regiones. En el País Vasco o en Cataluña no hay nacionalismos fuertes porque tengan rasgos culturales específicos o una historia especial. Eso existe en todas partes, este texto lo escribe un andaluz. Lo distintivo es que tienen una burguesía fuerte que se apoyó en esos rasgos culturales e históricos para construir su nacionalismo legitimador de la diferenciación respecto a un estado español percibido como un lastre. No es casual que sean las regiones más industriales. Los nacionalismos vasco y catalán son el resultado de la consolidación en sus territorios de burguesías, que como he mencionado antes son los generadores de esa ideología, que con la pérdida del imperio español en el siglo XIX disociaron sus intereses de los del conjunto de España, que ya veían como un Estado atrasado y decadente que no los podía satisfacer. Como analiza Antonio Elorza, el estado español fue incapaz de consolidar un nacionalismo alternativo por los problemas económicos que le generó la pérdida del imperio, las deficiencias en el sistema educativo y en el ejército, la fortaleza de las élites del Antíguo Régimen, la ruina de las guerras de la independencia, coloniales, carlistas y cantonales y los continuos pronunciamientos militares. Podríamos hundir, incluso, las raíces de las dificultades de consolidación de un nacionalismo español en la reforma protestante, según José Luis Villacañas. Cuando se dieron las condiciones para un nacionalismo español democrático, los nacionalismos vasco y catalán ya estaban consolidados. Con todos sus defectos y reformas que habría que hacerle, para eso entre otras cosas está la política, España tiene una democracia reconocida internacionalmente y comparable con las mejores democracias del mundo. No nos ha caído del cielo ni nos la ha concedido ningún rey campechano, sino que es el resultado de más de doscientos años de luchas y de sacrificios del pueblo español soberano y padecedor de una durísima historia contemporánea. Las izquierdas deberían ser conscientes de esto y ser más antinacionalistas que las derechas. Deberían defender sin ningún complejo la soberanía del pueblo español al que se deben.
El “procés catalán” no está siendo la lucha de una nación oprimida sino, como la Liga Norte italiana, la búsqueda de la independencia de una región privilegiada al calor de la oportunidad abierta en la década anterior con las fracturas geopolíticas generadas por Trump, el Brexit, la reactivación internacional de Rusia, el cambio de los sistemas de partidos en España y en Europa y la ola de reacción populista identitaria que recorre Occidente y América apoyada por los perdedores de la globalización abandonados por el desnortamiento de la izquierda. El “procés” es un síntoma más de este fenómeno del ámbito occidental que, sabedor de que la creación de un nuevo Estado necesita reconocimiento internacional, halló la oportunidad. En el fondo de estos fenómenos políticos, que en realidad son el mismo con distintas manifestaciones según la sociedad política donde se producen, se encuentra la reconfiguración del orden mundial debido a la decadencia de Europa por el desplazamiento del poder económico y político hacia Asia sin esperanza de remontar durante varias generaciones. Por primera vez desde el crecimiento económico tras la Segunda Guerra Mundial los occidentales nos damos cuenta a nuestro pesar de que nuestros hijos vivirán peor que sus padres. A ello se suma una fluidez de la globalización que se nos escapa de las manos y quienes no se benefician de la misma protagonizan una reacción identitaria, un regreso a lo local y a la tradición, a lo conocido y presuntamente controlable y estable. Según el trabajo de Angus Maddison, durante la mayor parte de la historia China e India dominaron la economía mundial. En realidad este movimiento global actual sería el regreso a su posición histórica tradicional tras la fugaz hegemonía de Occidente causada por la Revolución Industrial. Ésta también es otra historia, pero la solución o al menos la amortiguación de este cambio en Europa no puede ser el regreso a una edad media propiciada por la fragmentación nacionalista identitaria.
Los años ´90 supusieron una crisis para las izquierdas. La caída del Muro de Berlín tuvo dos consecuencias ideológicas. El fin del conflicto dominante tras la Segunda Guerra Mundial, la guerra fría, la contraposición entre dos formas de organizar la modernidad, destapó conflictos de raíz identitaria nacionalista y religiosa latentes. Además en Occidente, y en parte también por el fin del paradigma anterior, se consolidaron dos corrientes de pensamiento que se gestaron en los años inmediatamente anteriores, el neoliberalismo y la posmodernidad. La consecuencia para las izquierdas fue una crisis ideológica. La socialdemocracia se hizo neoliberal para competir en la sociedad occidental triunfante de clases medias. La izquierda comunista, desprestigiado el bloque del Este que perdió la guerra fría, halló sustento ideológico en el nacionalismo emergente, con origen a veces en los procesos de descolonización, sustituyendo las clases oprimidas por los pueblos oprimidos de la mano de una posmodernidad que valoraba lo identitario, lo individual y lo sentimental frente a la razón, lo material y la idea moderna del progreso. Treinta años después, con varias crisis mediante, la historia no se acabó como cantó Fukuyama, Europa está en decadencia y las clases medias desaparecen. Es hora de que las izquierdas despierten del sueño idealista, vuelvan a su naturaleza filosófica materialista y recuperen la centralidad de los problemas del trabajo y de las condiciones materiales que los perdedores de la globalización están reclamando arrojándose, huérfanos, a los pies de las nuevas derechas nacionalistas y populistas, como analiza Christophe Guilluy. Debería recuperarse también la vocación internacionalista originaria para, en lugar de hacerse nacionalista, hacerse europeista con el objetivo de gobernar la Unión Europea democráticamente y así oponer un poder político legítimo multinacional ya creado al poder económico multinacional privado existente ofrecíendo a los europeos ante al nuevo orden mundial, a su vez, un paracaídas más amplio que el de las pequeñas naciones estado y regiones autónomas que la componen compitiendo entre sí.
- La amnistía y la izquierda desnortada - 02/02/2024
La crítica constante a que la izquierda se apoye en los partidos independentistas estaría estupenda si en alguna de ellas fuese incluida la forma que defendéis para saltarse ese paso sin tener que pactar con las derechas antiobreras y elitistas del PP y echar por la borda cualquier mínimo cambio en la estructura del sistema en favor de los trabajadores. Con PNV y Junts es difícil, todos los saben, pero con el PP lo sería más aún. Estaríais por la labor de renunciar a cualquier avance en favor de una estructura concreta de la nación? Priorizando un concepto abstracto, que la izquierda siempre ha deseado superar, y creado por el interés de la burguesía a la que las derechas defienden sobre los intereses concretos de los trabajadores en este momento histórico? La decisión es clara: salario o nación.
Buenas tardes Rubén. Creo que no hay dilema entre salario o nación. Para hacer políticas de protección social hace falta un Estado. Estado, soberanía y nación son conceptos estrechamente interrelacionados. La nación no sería un mero concepto abstracto sino que se sustancia en unas personas que viven en un territorio con unas normas comunes garantizadas por un Estado. Los nacionalistas regionales proponen dividir los estados-nación actuales en estados más pequeños pero lo que propongo en este artículo es seguir el sentido contrario. Ante la evolución del poder económico y la geopolítica internacional sería más eficaz ir a Estados más grandes que sirvan de contrapeso al poder privado multinacional y a otros estados más poderosos que los estados europeos decadentes por separado. La Unión Europea es una entidad política ya creada que podría servir para ese fin si las izquierdas europeas intentasen gobernarla en lugar de rechazarla.