Cuando los dirigentes de ERC o Junts hablan del déficit fiscal que Cataluña soporta del resto de España, en el fondo se están refiriendo al efecto de la progresividad del sistema tributario sobre el territorio. Es importante percatarse de este hecho, porque en los últimos años en nuestro país la retórica vela con demasiada y desgraciada frecuencia la esencia de las cosas.
La queja no es excesivamente original y tampoco resulta muy difícil comprender su causa real, confesa u oculta. Las élites económicas de las regiones ricas nunca han llevado bien el reparto de los recursos y justifican su acaparamiento, de manera previsible, por la pereza de sus vecinos más desafortunados, que naturalmente contrasta con la industriosa virtud propia. Los argumentos utilizados por el nacionalismo catalán en este punto no difieren mucho de los que desde hace décadas difunde la Liga de Umberto Bossi y Matteo Salvini en Italia, tanto en su vertiente independentista de la Padania como en su modelo de “federalismo fiscal”. Ellos son el norte laborioso y ahorrador cuyos recursos fiscales dilapidan indecentemente los perezosos vecinos del sur y los derrochadores burócratas de Roma. Si se librasen de tan pesado lastre y pudieran apropiarse de todos los ingresos fiscales generados por sus ciudadanos se asegurarían un futuro de prosperidad sin límites. No es de extrañar que tal promesa seduzca a muchos de sus paisanos. El problema estriba en que es falsa.
Las coincidencias entre Junts y la Liga en materia fiscal (y en otras muchas también) es realmente muy significativa, lo que por lo demás resulta perfectamente lógico. Ambas confluyen en su propósito de desmantelar la progresividad del sistema. Cierto es que, en el caso de los nacionalistas catalanes, en la actualidad toda la acción política se halla teñida por el objetivo independentista. Pero aquel que quiera leer puede saber cuál es su programa. En su último congreso lo dejaron meridianamente claro: supresión de Impuesto sobre Sucesiones y estudio de la eliminación de Patrimonio, reducción de los marginales más altos de IRPF y rebaja del tipo general de Sociedades. La Santísima Trinidad neoliberal.
Y aun esto sobre el papel. El examen de la práctica, fuera de la lucha estrictamente nacionalista, de una formación tan joven como Junts y de su naturaleza es difícil. Pero si nos vamos a las políticas llevadas a cabo en los sucesivos gobiernos autonómicos o en el Parlamento español por su antecesora, CiU, la filiación es mucho más clara. El partido más a la derecha en políticas fiscales en este país, y con notable ventaja, no fue nunca el PP, sino CiU. Fueron éstos pioneros en la exigencia de eliminación del Impuesto sobre Sucesiones y sobre Patrimonio. Aún hoy, es la patronal catalana, Foment del Treball, presidida por el antiguo político de CiU, Josep Sánchez Llibre, quien capitanea la acción empresarial para que se declare inconstitucional el Impuesto sobre Patrimonio. Es verdad que hablamos del nacionalismo que se tiene por moderado, pero no es en este campo en el que discrepa con el más radical (aceptemos los adjetivos al uso, acerca de los cuales también habría mucho de qué hablar).
Fue CiU la única fuerza parlamentaria que se opuso de manera abierta a que se introdujera en nuestro ordenamiento una cláusula antielusión, más o menos homologable con la existente en otros países europeos, para poder atajar el fraude de estructura más sofisticada. Los nacionalistas catalanes han sido siempre ardientes defensores de la que se llama “economía de opción”, expresión en su día acuñada por el ministro franquista José Larraz y que en la práctica viene a ser la expresión elegante para referirse al ahorro de impuestos del que se aprovechan quienes pueden pagarse los más caros asesores. Por eso les pareció inaceptable la introducción de una prevención legal contra el fraude basado en la planificación fiscal, incluso en la muy aguada formulación del artículo 15 de la vigente Ley General Tributaria (la figura conocida como “conflicto en la aplicación de la norma”), que por lo demás sucesivas sentencias del Tribunal Supremo ya se van encargando de dejar en nada. Igualmente pretendieron limitar las facultades de la Administración para controlar la simulación fraudulenta.
Quien desee conocer de primera mano las posiciones de cada grupo político acerca de fiscalidad puede leer en el Diario de Sesiones del Congreso las intervenciones realizadas por los diferentes portavoces parlamentarios con motivo de la discusión de la Ley General Tributaria, la norma central del ordenamiento tributario. Josep Sánchez Llibre se encargó de presentar y defender las enmiendas de CiU, que se dividieron en dos bloques básicos: las dirigidas a aumentar las competencias autonómicas, por una parte, y las encaminadas a reducir la capacidad de la Administración Tributaria para perseguir el fraude, por otra. Fue muy persistente y significativa su insistencia en eliminar de la ley la responsabilidad subsidiaria de contratistas por los incumplimientos de subcontratistas en el sector de la construcción.
CiU fue, en fin, el grupo que llevó al Congreso la impugnación a la inspección fiscal del Estado por las actas levantadas a Sociedades de Inversión de Capital Variable que desembocó en el acuerdo, propuesto por el entonces ministro socialista Solbes, de incorporar en la Ley de Mercado de Valores una vergonzosa disposición adicional que sustrajo a estas entidades financieras del control de la Hacienda Pública.
Todo lo cual resulta coherente con el propósito de fragmentación fiscal del Estado. Lo que es insólito, y ciertamente desalentador, es que haya tantas personas de izquierdas, y muchas de las que a sí mismas se tienen por muy de izquierdas, que comulguen con semejante rueda de molino.
Hay un fundamento fáctico y un fundamento teórico de la invariable tendencia de los sucesivos gobiernos, tanto del PSOE como del PP, a la descentralización fiscal. Y, a mi juicio, ni uno ni otro encajan, ni con calzador, en ninguna concepción progresista imaginable de la sociedad. En otros países parecen entenderlo bien. En el nuestro seguramente habrá razones históricas que dificulten la comprensión. Pero algún día habrá que hablar de ello con una mínima honestidad intelectual.
El fundamento fáctico de la recurrente jeremiada del déficit fiscal se halla en las célebres balanzas fiscales que de vez en cuando, desde los tiempos de Jordi Pujol, se traen a colación como agravio que justifique ulteriores reclamaciones. En nuestro país se ha especializado en su cómputo la fundación de estudios FEDEA y medirían el saldo resultante de contrastar la contribución fiscal de los residentes de un territorio al sostenimiento de la Administración Central con el beneficio obtenido por estos mismos residentes de la acción de tal Administración. Según los últimos cálculos exhibidos por la Generalitat, el saldo de Cataluña arrojaría un déficit nada menos que de más de 20.000 millones de euros. Es decir, los ciudadanos catalanes aportan al fisco del Estado en torno a 20.000 millones de euros más de lo que reciben como beneficio por la actuación de la Administración Central.
El primer inconveniente es que cualquier cálculo de algo semejante a la balanza fiscal resulta técnicamente problemático. Si hablamos de los ingresos, y tomando como ejemplo el Impuesto sobre Sociedades, las empresas tributan por un resultado global anual del que, salvo en las muy pequeñas, será casi imposible desglosar qué proporción exacta del beneficio se ha generado en cada territorio. En el caso de que nos refiriésemos al IVA, el principal impuesto indirecto del sistema y el segundo en volumen de recaudación, tras el IRPF y a muy poca distancia de éste, no es quien lo ingresa en el Estado quien lo soporta, sino el consumidor final. Para las empresas que lo repercuten y luego lo pagan a la Hacienda Pública, excepción hecha de exenciones interiores y regímenes especiales, el IVA es económicamente neutro: ingresan el que cobran y se deducen el que pagan. Si se tiene en cuenta que la balanza comercial interior de Cataluña es positiva, al igual que sucede de manera lógica en otras regiones ricas como Madrid o Baleares (entiéndase, ricas por comparación con las demás, no porque en ellas se aten los perros con longaniza), sería previsible que una porción considerable de los ingresos por IVA que se generan en Cataluña hubieran sido soportados por ciudadanos de otras regiones.
Esto no sólo aporta una ventaja fiscal, sino económica en general. Ya los mercantilistas anteriores al liberalismo clásico sabían de la importancia de la balanza comercial para el sostenimiento de una robusta demanda interior efectiva que genere riqueza. Lo que significa que la prosperidad de cualquier territorio (sea estado, región o ciudad) no es nunca fruto en exclusiva de sus propias fuerzas, sino también, y en muy gran medida, de sus relaciones con los demás. Los catalanes no generan solos su riqueza, ni lo hacen los madrileños, los andaluces o los extremeños. Ello aparte de la importante contribución de la fuerza de trabajo procedente de otras regiones, y de otros países, en la creación de valores de uso en Cataluña, Madrid, Andalucía o Extremadura.
Si no se urden tramas de solidaridad interterritorial, los territorios prósperos cada vez lo serán más, a costa de la condena a la eterna pobreza de los menos desarrollados. Parece lo más justo que, puesto que todos contribuimos a la generación de la riqueza, procuremos el desarrollo también común de todos. Lo más justo y al cabo lo más inteligente, porque la experiencia del mismo modo demuestra que, aunque a corto plazo aprovecharnos de nuestros vecinos pueda sernos beneficioso, a partir de determinado umbral, la ruina de ellos ocasionará de manera inexorable nuestra propia ruina.
Del lado del beneficio por la acción de la Administración Central, tampoco son tan fáciles las cuentas. No podemos limitarnos a considerar los flujos financieros y las inversiones directas o el coste estrictamente de los servicios estatales prestados en cada región. El buen estado de las infraestructuras de comunicaciones, por ejemplo, beneficia simultáneamente a todas las comunidades autónomas; a Madrid le aprovecha el adecuado funcionamiento del aeropuerto de Barcelona y a la inversa. Por no hablar de cuál sería el coste de financiar la economía de cualquier región aislada, o su capacidad para controlar la acción de grandes empresas que operan en multitud de territorios. Hay un beneficio común que no se deja cuantificar y parcelar.
Pero, más allá de las dificultades técnicas de medición y volviendo a lo dicho al principio, lo central es que las diferencias de aportación fiscal de cada territorio son consecuencia directa de la progresividad del sistema tributario. Existe un error de concepción, seguramente deliberado. Carece de sentido medir la contribución fiscal de los territorios y fundar sobre esa base la acción de la Administración Central para atender necesidades sociales porque no son los territorios los que pagan impuestos sino las personas. Y lo deben hacer según su capacidad económica; en eso habíamos quedado en el artículo 31 de la Constitución. La razón por la que en Cataluña o en Madrid se da una mayor aportación fiscal al Estado que en Extremadura es porque en Cataluña y Madrid hay más contribuyentes de rentas altas que en Extremadura. Y la razón por la que no hay un retorno en gasto público equivalente es porque el gasto ha de atender las necesidades sociales, no retribuir el pago de impuestos, dado que esto nos conduciría a un sistema de prestación de servicios a cambio de un precio. La combinación de contribución según la capacidad económica y asignación de gasto según necesidades sociales constituye el eje del objetivo de justicia económica en el que abiertamente, y habría que añadir que afortunadamente, se inspira la Constitución. De cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad, decía el viejo lema.
Esto va más allá del sistema de financiación autonómica, del que ahora, repentina y oportunamente, todo el mundo ha recordado que debía haber sido renovado hace años. No estamos hablando tanto de la distribución de fondos, inversiones y servicios en los territorios como de la relación del Estado con cada ciudadano, de lo que cada ciudadano aporta al Estado y de lo que del Estado recibe, con independencia del territorio en el que se encuentre. Y en este punto debe primar de forma rigurosa el principio de igualdad. Ello no obstante, ambas esferas se relacionan de manera evidente. El reparto de recursos debe basarse en las ideas de justicia y solidaridad interterritorial.
No vendría mal, por ejemplo, que se aprovechase la ocasión para preguntarse si tiene sentido que las Comunidades Autónomas mantengan competencias normativas sobre impuestos del sistema tributario estatal. Bajo mi punto de vista, y basándome en exclusiva en la razón económica, resulta manifiestamente absurdo que las Comunidades puedan regular como les venga en gana los Impuestos sobre Patrimonio y sobre Sucesiones y Donaciones, que se concibieron como tributos complementarios al de IRPF, en la medida en que captan una capacidad económica adicional a la renta y garantizan la progresividad del conjunto del sistema. O el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales, que grava el tráfico entre particulares como complemento del IVA. Sacar de su ubicación lógica en un sistema tales tributos hace que se pierda su función originaria, y multiplica además las posibilidades de fraude. El colmo es que se consienta que las Comunidades despedacen el tributo más importante del sistema, el IRPF, pudiendo incluso desactivar políticas decididas por el Parlamento del Estado con su facultad de regular un tramo autonómico en la tarifa del impuesto, o la vergonzosa tabla de deducciones autonómicas, en las que, de seguir por la infame senda que vamos, acabaremos viendo deducciones por compra de yates.
Y esto que vale para las competencias autonómicas del régimen común vale también para los regímenes forales. Si nos guiamos por la razón económica y por la justicia social, no existe absolutamente ningún motivo para que sea perjudicial que Madrid pueda hacer lo que quiera con el Impuesto sobre Patrimonio pero suponga una gran idea que puedan hacerlo Euskadi y Navarra. El entorno económico es el mismo y, en consecuencia, también lo son los efectos económicos y sociales de la competencia fiscal.
Del fundamento teórico de la descentralización fiscal ya he hablado como en media decena de artículos. Su formulación más clara, a mi juicio, la ha hecho la escuela de la elección pública de Buchanan, una de las corrientes más importantes de la amplia familia neoliberal. El año pasado lo expliqué en un artículo titulado “Autonomía fiscal y justicia tributaria” del siguiente modo:
“Desde el punto de vista de un federalismo fiscal de segunda generación, encuadrado en el neoliberalismo, y en particular en la teoría de la elección pública que fundara Buchanan, se quiere estimular la competencia fiscal entre entidades públicas, considerando idóneo que actúen como empresas que rivalizasen por los contribuyentes como lo harían por los clientes en un mercado. La idea es que las Administraciones se vean obligadas a ofrecer los mejores servicios al menor coste fiscal, pudiendo los ciudadanos moverse de un lado a otro si no les satisface la relación entre el ‘precio’ que han de pagar y lo que reciben a cambio, según la conocida expresión de ‘votar con los pies’. Esto mitigará la que se tiene por propensión irreprimible de los gestores públicos al incremento del gasto y les forzará a ser más eficientes en su gestión.
El razonamiento parece impecable, pero olvida algunas realidades relevantes. La primera es que existen siempre desequilibrios territoriales; condiciones sociales, económicas y hasta geográficas diferentes hacen que las posibilidades de competir entre regiones nunca sean las mismas. En nuestro país, el mero hecho de la capitalidad de Madrid le ofrece una ventaja que gobiernos de comunidades vecinas han resaltado con amargura. También parece irreal la concepción del Estado como un ente absolutamente ajeno y enfrentado a la sociedad, cuando es evidente y lamentablemente creciente la penetración de intereses privados en su interior.
Pero, sobre todo, se pasa por alto que no toda la ciudadanía puede trasladarse de un lugar a otro con la misma facilidad. Por lo común moverse a la búsqueda de menores impuestos es una posibilidad difícil para las rentas más bajas y para quienes viven de un salario, siendo además estas las personas que más tienen que perder con el deterioro de los servicios públicos.”
No albergo muchas esperanzas. Hace años que me deprime la sensación de que en la esfera política, al menos en la esfera política visible en los principales medios de comunicación, estas cosas no les importan absolutamente a nadie. Hablaremos de indultos, referéndums y negociaciones. Si por fin se emprende la reforma de la financiación autonómica presenciaremos de nuevo el nauseabundo espectáculo de la pelea entre representantes regionales por ver quién se lleva el jirón más grande del Estado. Eso será todo. Las correlaciones de fuerzas parlamentarias no invitan al optimismo porque los resultados electorales han dejado una enorme capacidad de presión a la parte moralmente menos presentable del nacionalismo catalán. El hecho de que en el paquete de personas a indultar hayan incluido a Laura Borrás, condenada por parcelar contratos públicos para beneficiar a amigos, prueba que no va a haber contención ética ni estética alguna a la hora de exigir contrapartidas.
Al respecto, la derecha desde luego tampoco tiene mucho que decir. Por más banderazos patrioteros que den, fue el pacto entre Pujol y Aznar de 1996, el conocido como Pacto del Majestic, el que abrió el melón del despedazamiento fiscal del Estado. Existe además una coincidencia de fondo entre el PP y el nacionalismo de derechas que representa Junts. Ideológica y de intereses. La Comunidad de Madrid puede exhibir un mayor déficit fiscal que Cataluña, y de hecho ha armado un discurso propagandístico en el que el “España nos roba” viene a ser sustituido por un “Sánchez nos roba”, pero de idéntico trasfondo: aportamos mucho más al Estado de lo que de él recibimos. La omisión, sea Cataluña o Madrid, es la misma: ¿quién aporta y quién recibe? Los principales perjudicados por el hecho de que en Madrid se perdone el Impuesto sobre Patrimonio al 1% (o menos) de contribuyentes más ricos son el 99% restante de madrileños que pierden importantes recursos para servicios públicos. Los principales beneficiados del pago de Patrimonio en Cataluña no son los madrileños ni el Estado central, sino la inmensa mayoría de ciudadanos catalanes. Bajo la hojarasca retórica de unos y de otros se encuentran los motivos reales: las élites económicas que aspiran a desmantelar fiscalmente el Estado y hacer desaparecer los últimos rastros de progresividad del sistema.
Ante ello, la réplica de la izquierda habría de pasar a mi juicio por exigir que el Estado recuperase la capacidad normativa íntegra sobre todos los tributos cedidos y los resortes económicos para alcanzar una mayor justicia social. No parece que sea ése el signo de los tiempos. Al contrario, el modelo de federalismo solidario, no competitivo, que en su día defendió Izquierda Unida se diría desaparecido del panorama político. Ganan fuerza propuestas confederales, en unos casos por convicción y en otros por exigencias de la contraparte negociadora. Salvar el mal mayor lo ampara todo y propicia que nadie cuestione demasiadas cosas. Y a quien las cuestiona, sencillamente y en el mejor de los casos, se le deja de escuchar.
A mí me gustaría, no obstante, dejar constancia de mi opinión.
Y me bastaría, de momento, con que hubiese un espacio en el que la ciudadanía pudiera discutir seriamente la estructura territorial del Estado no desde la perspectiva usual de derechos históricos, sentimientos de identidad y pertenencia, por respetables que éstos sean, sino desde el punto de vista de la razón económica, la igualdad y la justicia social. No qué identidades nacionales hacer visibles sino qué forma de organizar conjuntamente nuestra sociedad permitirá que todos vivamos mejor.
¿O no se trataba de esto?
Me reconforta que, al menos, quede algún valiente con altavoz que diga lo que es evidente. Ningún político lo quiere oir y, lo que es peor, la mayoría del país «no lo quiere» entender. Pero reconforta, aunque sólo sea 1.
EXCELENTE. Razón, certeza, claridad y magníficamente bien escrito
Solo queda la esperanza de que hayan espacios en los que puedan leerse artículos
lúcidos como el de Rodríguez. Lugares en los que refugiarse ante relatos posmodernos alejados del progreso intelectual.