He leído recientemente una entrevista con el filósofo mexicano David Peña-Guzmán en el diario El País, con motivo de la publicación de su libro “Cuando los animales sueñan: el mundo oculto de la consciencia animal”. En ella afirma que “Aceptar que los animales sueñan tiene consecuencias filosóficas, éticas y políticas”. Esa afirmación ha devuelto a mi cabeza una vieja reflexión: después de más de 150 años de que Darwin publicase “El origen de las especies”, ¿realmente la sociedad ha entendido la profunda trascendencia social de esa teoría?
Cuando hace más de 2.500 años Tales de Mileto pone en marcha lo que conocemos como filosofía, lo que buscaba sin saberlo era la teoría de la evolución, la mecánica cuántica, los agujeros negros. Ese amor (philos) a la sabiduría (sophos), se fue difuminando en las siguientes centurias de manera que por un lado quedó la filosofía oficial ocupándose de asuntos políticos, éticos y religiosos y por otro se fueron constituyendo las que con el paso del tiempo se convertirían en las ciencias. Bajo mi punto de vista, la auténtica filosofía quedó en manos de los científicos, de modo que hoy la filosofía bulle en los laboratorios de genética, los aceleradores de partículas y los observatorios astronómicos. Quizá esa separación temprana entre los oficialmente filósofos y aquellos que se encauzaron en la concreta búsqueda del conocimiento, es la que late en esa extrañeza ante los hechos de la naturaleza que intenta llevar al papel Peña-Guzmán en su libro. Quizá esa extrañeza proceda en realidad de la ignorancia demasiado habitual de los asuntos científicos por parte de las gentes “de letras”. No es extraño incluso encontrar cierto regodeo en la reafirmación de esa ignorancia propia acerca de asuntos tecnológicos y científicos, poniendo en valor una equivocada pretensión de superioridad intelectual de las humanidades sobre las disciplinas científicas.
La evolución es un continuo. No hay actuaciones exteriores, ajenas a ella, que produzcan saltos cualitativos significativos que hayan llevado inexorablemente a homo sapiens a una suerte de estatus superior no accesible a otros seres vivos. ¿Hay un ánima que anima a los animales? En la raíz del término animal anida la idea de que los animales poseen un alma que les hace “móviles”, en contraposición con las plantas que no la tendrían. Pero es que esa “ánima” es en realidad la propia vida, la que surgió en el lejano y oscuro tiempo en el que unas moléculas complejas, bases nitrogenadas, carbohidratos y lípidos, se mezclaron originando las primeras proto-células que con el paso de millones de generaciones fueron constituyendo los seres vivos que han habitado y habitan la Tierra.
Pretender que la aceptación de que otros animales puedan soñar tiene connotaciones filosóficas, éticas o políticas, es sencillamente una obviedad que muestra una ignorancia básica respecto del conocimiento actual de las ciencias de la vida. Esas connotaciones forman parte primordial del meollo mismo de la vida. Es la vida la que engendra a la filosofía y a la ética. ¿Y qué es la política si no las normas de organización de una comunidad de humanos? Pero es que una tribu de chimpancés tiene sus normas de organización que estructuran los mecanismos de poder y jerarquía. Y las reglas que regulan el desarrollo de la vida de una manada de lobos permiten proveer su subsistencia y establecer el cuidado de la prole. Los preceptos organizativos de un hormiguero están incluso impresos en los genes de sus habitantes. Se argüirá que en el caso de los humanos esa normativa es extraordinariamente más compleja que la de otros animales. Aun aceptando esa posibilidad (no dejemos de lado nuestra propia ignorancia acerca de los modos de vida de otras especies), se trataría únicamente de una cuestión de grado, de un factor cuantitativo, nunca cualitativo.
Intentar separar lo animal de lo humano es un error conceptual; lo humano no es sino la forma de animalidad en la que nos mostramos los homo sapiens. Y no es una forma excepcional, insuperable o divina, sino que es una más entre las miríadas de formas de animalidad existentes. Sorprenderse de que otros animales sueñen es como sorprenderse de que otros animales tengan una organización social jerarquizada o de que sufran con la muerte de sus crías. En el fondo, todos hermanos genéticos, lombriz, libélula, quebrantahuesos, humano.
Quizá debiéramos empezar por interiorizar nuestra realidad biológica profunda, a fin de entender un poco mejor quiénes somos y a partir de ahí, con un plus de humildad, organizar nuestra vida social de forma más adecuada. Acatemos con entusiasmo que estamos constituidos de polvo como todos los seres vivos, aunque se trate de polvo de estrellas.
“Veo la cara /de un niño /sumamente inteligente /y bello /en /el /perfil /de un guepardo” (Michael McClure)
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