Mario Vadillo | El pasado 19 de septiembre el presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno, anunciaba que bonificaría el impuesto de patrimonio en la comunidad andaluza a fin de competir con otras regiones. Por su parte, la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, celebraba la noticia en su perfil de Twitter desde donde daba la bienvenida al “paraíso” a los andaluces. Sin embargo, en ese edén liberal no cabe la clase trabajadora. De hecho, no cabe la inmensa mayoría de la ciudadanía, ya que el impuesto de patrimonio en Andalucía afectaba apenas al 0,2% más rico de los andaluces. Un segmento un tanto pequeño para tanta celebración, ¿no creen?
Cuando hablamos de impuestos, la derecha española gusta de hacer trampas valiéndose de un populismo neoliberal para el todo es blanco o negro, estableciendo un debate simplista que gira en torno a bajar o subir impuestos. No obstante, la cuestión no debería estar contenida en esa dualidad maniquea, ni siquiera creo que debiera limitarse al hecho de subir o bajar impuestos, sino qué impuestos y a quiénes. Es intolerable que las rentas del capital se vean siempre beneficiadas y que el esfuerzo fiscal se cargue de manera mucho más significativa sobre las rentas del trabajo. Tampoco podemos descuidar que aumentar impuestos indirectos supone una regresión, cuando lo deseable sería diseñar un sistema más justo y equitativo cuya piedra angular sea la progresividad fiscal.
El impuesto de patrimonio es un instrumento totalmente meritocrático que grava aquellos cuyo único mérito es pertenecer al linaje del tener, corrige desigualdades históricas, favorece la redistribución y posibilita construir una sociedad más justa e igualitaria.
¿Qué tiene de malo un impuesto de patrimonio bien diseñado y razonable? ¿A que temen los liberales? Anteriormente comentaba que no todo es blanco o negro; hay que asegurarse de que la valoración económica que la administración hace sobre los bienes sujetos a ese impuesto sea correcta, también fijar un mínimo exento compartido por persona que garantice la justicia fiscal. Pero todo eso no servirá de nada si el impuesto no está armonizado a nivel nacional para que las regiones no entren en competición bajando los impuestos a los más ricos.
El debate de fondo, más allá de la polémica en torno al impuesto de patrimonio que es circunstancial, debería ser cómo evitar que las instituciones públicas dejen de ser instrumentos al servicio del interés común, que deberían velar por el bienestar del conjunto de la ciudadanía, y no aparatos al servicio de una élite económica cuyos privilegios vician y envilecen nuestra democracia, en el nombre de una supuesta libertad que se ha convertido en un mantra para justificar todo tipo de políticas ultraliberales.
La libertad es sin duda un concepto hermoso, pero no opera en el vacío, ni en un mundo perfecto. No todos los individuos son igual de libres, o, mejor dicho, no todos pueden serlo bajo un sistema económico voraz y depredador. Libertad no es que los más ricos puedan huir a domiciliarse en la Comunidad Autónoma donde paguen menos impuestos. Libertad no es que la riqueza se acumule en unas pocas manos mientras las condiciones de vida de la mayoría se ven perjudicadas.
No hay democracia ni libertad sin igualdad y sin capacidad de ser. Por eso es una obligación ineludible de la izquierda defender una libertad sustantiva frente a la libertad vacía de contenido de los liberales. Es ahí donde nos jugamos el presente y el futuro de nuestro país.
Mario Vadillo
- Doce horas, media jornada - 28/09/2023
- De la meritocracia y otras quimeras - 22/09/2022
- Madera, metal y mentiras - 27/11/2021