Martín Alonso Zarza | Las democracias se enfrentan hoy a dos embates cruzados, uno contra lo común desde lo propio en el que confluyen identitarismos de derecha y de izquierda, y otro contra lo público desde lo privado, donde confluyen neoliberales, libertarios de la escuela de Ayn Rand y, en buena medida, la derecha radical enemiga de los impuestos y devota de los paraísos fiscales. Estas confluencias extrañas o coaliciones cruzadas pasan a menudo desapercibidas Dos anécdotas para ilustrarlo. Desde la derecha un consejero regional dice no ver a los pobres que certifica el informe de una ONG contrastada, y su presidenta afirma que en Madrid no hay clases sociales. En sectores de la izquierda se subraya la responsabilidad de la OTAN, y por extensión del capitalismo occidental, en la guerra de Ucrania pero se deja a oscuras que lo ocurrido en Rusia en las últimas décadas es un exponente del peor capitalismo. Un estudio del Observatorio Fiscal de la UE del pasado marzo muestra que el 1 % más rico de la población rusa dispone de casi el 50 % de la riqueza y el 10 % del 74 %, frente, por ejemplo, a un 27 y un 59 % en Francia, respectivamente. El estudio señala que la configuración de esta élite oligárquica es heredera del brutal proceso de privatización de empresas gubernamentales tras la desaparición de la Unión Soviética en 1991.[1]
El caso ruso ilustra un proceso paralelo de despatrimonialización del Estado y reforzamiento del discurso nacionalista, que da pie a fenómenos similares en contextos ideológicos diferentes, democráticos o no. En lo que sigue se mostrarán tres planos de ese mismo proceso de despatrimonialización en España, con especial foco en el último, el abandono de una parte del patrimonio colectivo.
La guerra de Ucrania, directamente relacionada con el nacionalismo panruso, ha ocasionado un incremento de los ya altos precios de la energía. Este aumento es proporcional a los beneficios de las eléctricas españolas, algunas de ellas resultado de la gran oleada privatizadora tras la muerte del dictador. Seguramente la estructura económica legada por el franquismo necesitaba de profundas reformas pero, igual de seguramente, no en el extremo en el que fueron llevadas a cabo a rebufo del evangelio neoliberal que predicaba: desregulación y privatización desde la premisa dogmática de que “el mercado nunca se equivoca” (al decir de Jesse Livermore, que se suicidó, no se sabe si por razones de mercado). Si las democracias se sostienen en el postulado de igualdad de derechos, no parece que tal exigencia pueda atenderse sin una garantía por parte de las instituciones públicas a la hora de asegurar elementos básicos de la vida colectiva. Por eso no se entiende el abandono por parte del Estado de sectores estratégicos como la energía, el agua, las comunicaciones o la seguridad. Dos detalles sirven para iluminar este punto. Por un lado, resulta paradójico que empresas públicas extranjeras presten servicios a consumidores españoles mientras no existen empresas públicas nacionales que lo hagan. Por otro lado, la campaña “Soy viejo pero no idiota” ha puesto de relieve la incapacidad de la banca privada para prestar servicio a un amplio sector de la población, precisamente porque, como predicó Milton Friedman hace más de cincuenta años, para la ortodoxia neoliberal “la responsabilidad social de las empresas es producir beneficios”. Pero las prestaciones bancarias son un servicio que durante mucho tiempo desempeñó la Caja Postal (y que todavía lo hace hoy en varios países, entre ellos la muy capitalista Suiza), junto a otras entidades públicas, y que fue progresivamente desmantelada y entregada tras su conversión en Argentaria a lo que hoy es BBVA, uno de los exponentes del oligopolio bancario español y cuyo anterior presidente se vio envuelto en oscuras maniobras del oscuro ecosistema del comisario pluriempleado Manuel Villarejo.
El sector bancario jugó un papel determinante en el segundo acto de la despatrimonialización, lo que podemos llamar el momento del rescate del rescate tras la crisis financiera de 2008, a raíz del desplome de Lehman Brothers donde por cierto había velado armas quien fuera ministro de Hacienda español y es hoy vicepresidente del BCE, y que en buena sintonía con la misión disciplinaria del ordoliberalismo llegó a encomiar la reforma laboral de su gobierno de “extremadamente agresiva”.[2] El rescate del rescate no solo se llevó por delante una parte considerable de los recursos antes dedicados a gasto social sino que acabó con lo que quedaba de social en las cajas de ahorro tras su conversión en bancos. No es anecdótico que Anticorrupción pida volver a procesar a los directivos de CaixaBank, la principal beneficiaria del proceso, y de Repsol, una pieza central del sector energético, por sus conexiones con el comisario Manuel Villarejo y la presunción de delitos de cohecho activo. Las cuentas de este expolio requieren ceros a granel que han sido debidamente estudiados pero que han desaparecido del foco de la atención de manera proporcional a como aparecían en él los partidos de extrema derecha (no hay que olvidar que Alternativa por Alemania (AfD) aparece dentro de la lógica neoliberal exigiendo austeridad y presión a los países del Sur). En sintonía con estos partidos, Vox, que flamea el nombre de España cada minuto (no de una manera diferente a quienes la presentan como marca, hasta en las conexiones familiares), no solo no han denunciado este expolio real[3] sino que colabora activamente en el debilitamiento del Estado, lo mismo que los fundamentalistas del mercado, combatiendo el sistema fiscal que es su fundamento material, como ha hecho Macarena Olona en la campaña andaluza; de modo que son tan fervientemente vexilófilos como agresivamente fiscófobos.
Y con ello llegamos al tercer plano de este esbozo de trazo grueso, acaso el más llamativo porque escapa a la lógica de suma cero del extractivismo de los apartados anteriores. Se trata del abandono puro y simple de infraestructuras públicas, que fueron útiles y costosas no hace mucho, en particular de los silos y las estaciones de tren, con un notable impacto en el paisaje para retinas sanas. Escribía, magistralmente como de costumbre, El Roto en una de sus viñetas: “¡Atención! No tiren las sobras, pronto será lo que coman”. Parecería que estos restos de infraestructuras cabrían en ese registro metafórico de la gastronomía del despilfarro.
No es razonable pensar que el hundimiento por abandono de los cerca de setecientos silos construidos entre 1945 y 1986 sea pensado como una especie de reparación histórica por su origen franquista. Imaginemos algo parecido con pantanos, aeropuertos, puertos y otras infraestructuras. Resulta sintomático que cuando, con la entrada de España en la CEE desapareció el monopolio estatal del cereal, no se pensara en alguna suerte de reconversión funcional para estos edificios sembrados por el paisaje e inconfundibles en el perfil de las llanuras cerealeras, en el que competían solo con iglesias y castillos. Son en su mayoría de titularidad del Fondo Español de Garantía Agraria (FEGA), que está emprendiendo diversas iniciativas para venderlos o traspasarlos a administraciones autonómicas o locales. De los intentos de recuperación es de destacar el proyecto de arte mural acometido por la Diputación de Ciudad Real, pero es una utilización exclusiva de los muros exteriores que no implica una recuperación funcional del edificio. Precisamente la coyuntura creada por la invasión de Ucrania obligará a los estados a pensar en crear reservas estratégicas de grano como indica el historiador Scott Reynolds (Oceans of grain, 2022) y resucitar así la función histórica estratégica de los depósitos para almacenarlo y prevenir así las hambrunas y las burbujas especulativas.
Contrasta el abandono de estas estructuras con la multiplicación de dos elementos recurrentes en el paisaje nacional, la denominada arquitectura vanidad –por partida doble, del artista y del político demandante– o modelo Calatrava (Llàtzer Moix, Arquitectura milagrosa, 2010; Queríamos un Calatrava, 2016), y el amueblamiento de las rotondas. El binomio Ripollés-Fabra llevó a la caricatura esta doble vanidad con un coloso de veinte toneladas y 300.000 euros en la glorieta de un aeropuerto tan inédito como otras infraestructuras a la vez vírgenes y ruinosas (Julia Schulz-Dornburg, Ruinas modernas. Una topografía del lucro, 2012). Difícil de competir en todo caso con los 20 millones del faraónico dónut del Campus de Justicia del Madrid de Esperanza Aguirre y sus reinantes ruinas de alto standing. Muchos silos se encuentran al lado de las estaciones y parecen competir con ellas en un doble registro, el del abandono y el de la desigualdad. Si los silos, como exponentes de las infraestructuras de atención a las necesidades primarias a la que pertenecen las plazas de abastos ─bastantes también desaparecidas o decrépitas─, han dejado paso a esos monumentos calatravistas levantados ad majorem gloriam y algunos de ellos sumamente gravosos para los presupuestos por haber priorizado la apariencia sobre la funcionalidad, las estaciones de tren, en general construidas con materiales sólidos y estéticamente solventes, son el exponente de una jerarquización del territorio (Eduardo Bandrés y Vanessa Azón, La despoblación de la España interior, 2021), que se condensa en dos posiciones polares. En un lado, los no-lugares, esos sitios anónimos e intercambiables en las coordenadas planetarias, por donde uno tiene que pasar (Marc Augé), que representan emblemáticamente los aeropuertos y las megaestaciones del AVE construidas a imagen y semejanza de aquellos. Metafóricamente el AVE ha devorado esas estaciones de los pueblos que constituían la malla de la trama territorial.
En el otro lado, esos fantasmas que pronto serán escombros y antes fueron estaciones. Y que eran también lugares de acogida. En el pueblo donde vivo la estación era un lugar de encuentro de los mayores hasta que ha sido cerrada a cal y canto por una subcontrata, como lo es el servicio de seguridad y de limpieza que pasa de cuando en cuando, para permitir una ruina ordenada. Las instalaciones auxiliares ya son ruinas en acto. En el mismo pueblo había tres casas de guardagujas junto a los pasos a nivel; poco después de la muerte de sus últimos inquilinos una pala convirtió esas casas en solares hoy ocupados por la maleza. No habrían faltado otros inquilinos por una renta razonable; pero parece que la responsabilidad colectiva no entra en los planes de los estrategas de Adif. Contrasta ese destino con el macrocentro comercial en que se ha convertido la madrileña estación de Príncipe Pío. Un contraste con valor de metáfora para esa polarización extrema entre el lujo y la miseria que parece ser la cifra de los tiempos que corren. Cabría esperar de las instituciones públicas un compromiso con ese patrimonio nacional material para orientarlo al bien común. Acaso esas ruinas de recursos públicos merecerían también un apartado en el registro de la memoria histórica.
Martín Alonso Zarza
[1] https://www.taxobservatory.eu/es/publication/effective-sanctions-against-oligarchs-and-the-role-of-a-european-asset-registry/
[2] https://www.lavanguardia.com/economia/20120209/54251629699/guindos-rehn-reforma-laboral-extremadamente-agresiva.html
[3] https://elcierredigital.com/investigacion/935495432/carlos-espinosa-monteros-padre-portavoz-vox-gran-valedor-rey-emerito.html