Juan Antonio Cordero | (ver parte 1 de 3: Las terribles teorías de la Montaña)(ver parte 2 de 3: Una aspiración ilustrada, democrática e igualitaria)(ver parte 3 de 3: Actualidad del jacobinismo)
Parte 2 de 3: Una aspiración ilustrada, democrática e igualitaria
Detrás de la ambición universalista y emancipatoria del jacobinismo, detrás de su pretensión de dirigirse al género humano en su totalidad, hay un potente imaginario racionalista y de progreso procedente de la Ilustración, que ofrece a generaciones de revolucionarios de distintas épocas un sistema de valores humanistas y referencias compartidas. Éstas orbitan en torno al individuo y sus derechos, la protección frente al despotismo y la denuncia de los privilegios, la defensa de la libertad y la igualdad, y la ley común como soporte de la ciudadanía: es el fermento intelectual de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Dentro de este marco, compartido por todos los actores de la Revolución, el imaginario específicamente jacobino está impregnado del modelo social y del pensamiento de Jean-Jacques Rousseau, de su énfasis —que el transcurso de la Revolución irá radicalizando— en la virtud cívica y en la ambición democrática e igualitaria. Ésta no se limita, como en otros ilustrados, a la igualdad civil o política, sino que se adentra en las causas y las consecuencias de la desigualdad social.
La afinidad ideológica se alinea aquí con la necesidad política. A medida que las dificultades y las divisiones revolucionarias se acentúan, el jacobinismo toma conciencia de que la Revolución sólo es viable con el apoyo de las clases populares y más desfavorecidas (los sans-culottes), cuyas prioridades y demandas sociales integra progresivamente en la agenda revolucionaria. Esa orientación marcará la ruptura entre el jacobinismo y las facciones “moderadas” de la Revolución, y condicionará poderosamente la evolución posterior de ésta. La articulación jacobina de lucha democrática y reivindicaciones sociales, entre clases medias y trabajadoras, prefigura, en alguna medida, la síntesis socialdemócrata y republicana que el socialista Jaurès resumiría certeramente un siglo más tarde: “la república política ha de conducir a la república social”. El creciente énfasis igualitario y democrático de los jacobinos se hará patente, además de en la producción legislativa de la Convención nacional, en los discursos, particularmente exaltados en la fase álgida del gobierno jacobino, y en la propia denominación de los clubs: en 1792, la “Sociedad de Amigos de la Constitución” será rebautizada “Sociedad de Amigos de la Libertad y la Igualdad”.
Más allá de estas orientaciones y de estas intuiciones estratégicas, los intentos de precisar una ideología o un programa político genuinamente jacobino —al menos tal y como éstos se entienden en la actualidad— suelen ser infructuosos. No hay y no puede haber una foto ideológica fija de la práctica jacobina, porque las sucesivas conceptualizaciones y teorizaciones que producen los jacobinos (y que reflejan sus intervenciones) discurren en paralelo a las problemáticas socio-económicas, institucionales y políticas que se ven obligados a afrontar, en muchos casos inéditas, y no es raro que, variando, se contradigan parcialmente unas a otras: la ideología, el programa y la propia mirada jacobina evolucionan sobre la marcha. También lo hace el propio movimiento, que sufre cismas, escisiones, depuraciones y crisis —ecos de las convulsiones ideológicas y programáticas— a lo largo de su existencia. No sólo en el período entre 1789 y 1794, particularmente turbulento; sino también a lo largo de todo el siglo XIX, cuando los herederos de la tradición jacobina nutren las filas de las oposiciones y las conspiraciones democráticas, socialistas y republicanas contra los regímenes reaccionarios que se suceden en Francia.
En las primeras fases de la Revolución, tras la apertura de los Estados Generales, el club jacobino se orienta hacia la causa constitucional, esto es, hacia la consolidación de una monarquía constitucional y parlamentaria capaz de implementar las reformas democráticas y proteger los derechos cívicos. La ruptura entre el polo monárquico, encarnado en Luis XVI, y el polo democrático y parlamentario; entre la monarquía constitucional y el proceso revolucionario —irreversible tras la traición del rey y su huida a Varennes—, lleva al jacobinismo a decantarse por la República. Más adelante, la fracción jacobina más intransigente (la fracción parlamentaria de la Montaña) se desliza, apoyada en su estrecha alianza con las masas populares organizadas de sans-culottes parisinos, hacia una defensa de la Revolución cada vez más beligerante. Sus medidas de “salvación pública” intentan hacer frente a todos sus enemigos y adversarios — tanto interiores (entre ellos, antiguas facciones jacobinas y sectores a la “derecha”, los indulgents, y a la “izquierda”, los enragés) como exteriores, a medida que la situación se degrada y el proceso revolucionario se ve amenazado por las severas dificultades económicas, los reveses en la guerra contra la coalición contrarrevolucionaria de las Coronas europeas y la guerra civil abierta en el interior contra la reacción aristocrática y clerical. Es en este contexto de excepción y guerra en múltiples frentes, de riesgo extremo para la supervivencia de la Revolución y de sus conquistas —frecuentemente ignorado al examinar el período—, en el que se despliega la llamada “dictadura jacobina” de 1793 y las medidas de excepción, suspensión de garantías y represión política que se conocen como Terror jacobino. Una curiosa “dictadura”, de todas maneras, que cayó tras una tormentosa jornada de debate y voto parlamentario, en la que la Convención nacional retiró su confianza, destituyó e hizo arrestar a Robespierre, entre el 8 y el 9 termidor del año II (26 y 27 de julio de 1794).
Tras ese golpe de termidor, y tras el fin de la propia Convención nacional en 1795, figuras del jacobinismo derrotado y perseguido participarían en todos los movimientos de oposición al orden reaccionario —incluidas, como indica Dumas, las conspiraciones bonapartistas contra la Restauración—, y se reorganizarían en torno al estandarte de la Constitución republicana de 1793, la más democrática y avanzada de las que produjo la Revolución. De ahí transitarían a la defensa de una República —con la que los jacobinos acabarían identificándose— concebida como protección efectiva de los derechos proclamados en 1789, y de la soberanía para defenderlos. Esa República, proclamada primero en 1791, después en 1848 y —brevemente— en la utopía socialista y autogestionaria de la Comuna de París de 1870, no se implantaría definitivamente hasta finales del siglo XIX, y se vería asediada desde su alumbramiento por múltiples amenazas, tanto a su “derecha” (las diversas familias monárquicas e imperiales, el populismo autoritario, la reacción conservadora, clerical o fascista) como a su “izquierda” (la violencia anarcosindicalista, el comunismo de obediencia bolchevique), tanto interiores como exteriores.
A la estabilización y defensa de esa República, de ese “orden constitucional” que reclama la vieja Declaración de Derechos, se consagrarían los herederos del viejo jacobinismo revolucionario, agrupados en el “partido radical y radical-socialista” y liderados, entre otros, por Georges Clemenceau. Solidario pero crítico con la fallida experiencia revolucionaria de la Comuna, cercano al movimiento obrero pero crítico con la pulsión violenta y ultraizquierdista, Clemenceau es uno de los artífices de la consolidación de la República jacobina, laica, democrática y parlamentaria. Amigo del socialista Jaurès y de la dirigente communarde Louise Michel, Clemenceau reivindicaba el “espíritu socialista” de su republicanismo, y destacó como arquitecto y promotor de la articulación entre jacobinismo y socialismo — una articulación en la que tuvo un éxito relativo, en las convulsas circunstancias de principios del siglo XX. Como los jacobinos del 93 habían intuido, y como hoy podemos seguir constatando, Clemenceau fue consciente de que la estabilidad republicana requería la inclusión de los trabajadores y las clases modestas en el debate público, tanto como éstas necesitaban de una ley y una República social y democrática, porque éstas eran (son) sus mejores instrumentos de emancipación, su patrimonio común e indivisible.
(Continúa)
Juan Antonio Cordero
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