El derecho a decidir, solicitado por los nacionalismos periféricos españoles, es un concepto abierto a la interpretación, que carece de fundamentos históricos y jurídicos. Podemos concluir, por tanto, que no existe. Se trata de un sustitutivo arbitrario del derecho de libre determinación de los pueblos, mejor conocido como derecho de autodeterminación. Así pues, será ese concepto el que empleemos. No volveremos a mencionar el derecho a decidir.
La ONU reconoce el derecho de libre determinación como fundamental para las colonias, protectorados y casos de elevada represión. Así lo acordó la Asamblea General, cuando emitió en 1960 la Resolución 1514. Sin embargo, son excepcionales los estados-nación consolidados que lo reconocen dentro de su legalidad. Los nacionalistas catalanes y vascos aluden a la democracia para convocar una consulta de independencia. Según esta óptica, únicamente algunas pequeñas islas, paraísos fiscales y Etiopía serían países democráticos.
Así es, actualmente, el derecho de autodeterminación está reconocido en muy pocos textos constitucionales. Lo vemos en la Constitución de Etiopía de 1995 (artículo 39), y en la de dos pequeños estados, cuya población no supera los 40.000 habitantes: Saint Kitts-Nevis (1983) y Liechtenstein (1921). Ni siquiera ex colonias de elevada pluralidad lingüística y cultural, como la India o la República Democrática del Congo, lo reconocen. Son conscientes de que la fragmentación podría beneficiar a sus rivales geopolíticos o crear nichos a sus antiguas metrópolis.
El caso de la República Democrática Federal de Etiopía es ambiguo, puesto que el respeto a la constitución por parte de su gobierno es más que discutible. A pesar de reconocer el derecho de autodeterminación, Adís Abeba no ha dudado en reprimir o desplazar forzosamente a indígenas de sus territorios.
Debemos señalar que el debate de la libre secesión en Etiopía es previo a la Constitución de 1995. Esto le llevó a perder su salida al mar en 1993, a causa de la independencia de Eritrea. El proceso de separación no fue en absoluto pacífico. Trajo la Guerra de Independencia de Eritrea (1961-1991), que causó más de medio millón de muertos. Etiopía se convirtió en un campo de batalla de la Guerra Fría. Fue asistida por las potencias socialistas del momento, en especial la URSS y Cuba. El régimen de Fidel Castro llegó a enviar a África unos 150.000 soldados.
Los independentistas catalanes y vascos aluden constantemente al referéndum de independencia celebrado en Escocia en 2014. Sin embargo, debemos tener en cuenta que Escocia era una nación soberana -cosa que nunca han sido Cataluña ni el País Vasco- antes de la firma del acta de unión de 1707. Al contrario que España, Reino Unido es un conglomerado de países. Además, el estado británico carece de un texto constitucional definido. No podemos afirmar que en Reino Unido exista el derecho de autodeterminación.
Es peculiar también el caso de las islas Feroe. Este archipiélago, de poco menos de 50.000 habitantes, tiene, al igual que Groenlandia, el estatus de nación constituyente de Dinamarca. En 2018 las islas barajaron la total independencia vía referéndum, pero la votación nunca llegó a celebrarse.
Yéndonos a casos más sangrantes, podemos aludir al ya mencionado conflicto etíope, a la separación de Sudán del Sur o a las crisis del Congo. Estas confrontaciones se han resumido en estados fallidos, combates armados e intervención de otros estados. Tal cosa puede hacernos plantarnos si hablamos de derecho de autodeterminación o de multideterminación, ya que parece inevitable que la ruptura de países se vea condicionada por la política exterior de terceros estados.
En la Europa del siglo XX tenemos tres ejemplos de países que reconocían en sus constituciones el derecho de autodeterminación: la URSS, Yugoslavia y Checoslovaquia. Ninguno de los tres existe ya.
Aunque el futuro es impredecible, mirar a la historia nos puede proporcionar una fotografía del mañana más realista que las premisas basadas exclusivamente en el sentimiento.
1. Las rupturas legales. Aplicación del derecho de autodeterminación.
1.1. El caso de Estados Unidos.
Los orígenes del derecho de libre determinación se remontan a la Declaración de Independencia norteamericana de 1776. Los Estados Unidos de América se consolidaron con la Constitución de 1787, emanada de la Convención Constitucional de Filadelfia. Este texto constitucional no especificó la indisolubilidad de la unión. De hecho, aprobaba las separaciones previamente justificadas y en un contexto determinado. La idea de libre determinación subyace en el origen de Estados Unidos desde que, en su declaración de independencia, se alegó la legitimidad de la separación de las Trece Colonias por sus desigualdades fiscales y representativas con Gran Bretaña.
En consecuencia, la posterior secesión de los Estados Confederados de América no burló la legalidad constitucional norteamericana. Carlina del Sur anunció su separación cumpliendo las condiciones necesarias, a través de la Declaración de Causas Inmediatas que inducen y justifican la secesión de la Unión Federal, en 1860.
La separación de los Estados Confederados, a pesar de ser legal, llevó a la Guerra Civil Americana o Guerra de Secesión (1861-1865). El conflicto se desató cuando Abraham Lincoln denegó unilateralmente la separación, ante una desaparición inminente del país que presidía. En 1868 la Corte Suprema estadounidense estableció que la Constitución defendía la indisolubilidad de la Unión salvo puntuales excepciones, tras un nuevo intento de secesión por parte de Texas.
No entraremos a valorar con qué bando de la Guerra de Secesión podemos estar más o menos de acuerdo ni en la situación específicas de Texas en 1868. Lo que pretendemos argumentar es como el derecho de libre determinación no solo no evitó conflictos entre estados, sino que lo agravó. La experiencia llevó a los Estados Unidos a defender la indisolubilidad del país y a la formación de una conciencia de estado a través de la educación. Actualmente, son impensables los problemas de secesión que la unión tenía en el siglo XIX.
1.2. El caso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
El título II de la Constitución soviética de 1924 reconocía el derecho a la separación voluntaria de las Repúblicas federadas. En teoría, esta decisión partió de la perspectiva materialista-histórica de la lucha de clases. Marx había defendido en sus textos el derecho de libre determinación en algunos contextos, con el objeto de la construcción del socialismo. Sin embargo, siendo pragmáticos, podemos interpretar que la Constitución Soviética reconoció el derecho de autodeterminación como respuesta a problemas específicos del momento. En primer lugar, tenemos las repercusiones del tratado de Brest-Litovsk y, por otro lado, la desintegración del Imperio Ruso a través de la Guerra Civil Rusa (1918-1922). En pocas palabras: la unión voluntaria de repúblicas federadas se introdujo desde una perspectiva más cohesionadora que destructiva, como herencia de un estado que había sufrido previamente una deconstrucción.
El derecho de autodeterminación se mantuvo en las constituciones soviéticas de 1936 y de 1977. Aun así, los nacionalismos no volverían a aflorar en los siguientes sesenta años. El régimen soviético era de partido único, es decir, las manifestaciones de este tipo debían partir de secciones internas del PCUS.
Los nacionalismos resucitaron a finales de los ochenta. Una de las causas de esto fue la política reformista de Mijaíl Gorbachov (perestroika y glasnost). La propaganda política separatista derivada del glasnost tuvo más que ver con la caída de la URSS que las cuestiones económicas. Otros estados socialistas, como China o Vietnam, han realizado grandes giros de timón y no por eso se han fragmentado. Debemos desterrar un relato puramente economicista. Los nacionalismos bálticos, ucraniano y bielorruso se vieron agravados por el aislamiento comercial que occidente imponía sobre las respectivas repúblicas, como si a las demás federaciones de la URSS este problema no les afectara. Siempre resulta más sencillo, de cara al populismo, crear un enemigo ficticio al que culpar de todos los males en lugar de tratar de cambiar las problemáticas generales de un país.
La República Socialista Soviética de Lituania fue la primera en declarar su independencia de Moscú, en marzo de 1990. Poco a poco, comenzó a tener el apoyo de otras federaciones de la URSS. Aunque Moscú no le dio reconocimiento hasta septiembre de 1991, la emancipación lituana hizo sonar las alarmas. En marzo de 1991 el gobierno soviético convocó un referéndum para barajar la permanencia del país. Los ciudadanos votaron a favor de mantener la URSS con el 77% de los votos. Si bien la votación no incluyó a las repúblicas bálticas, vemos una mayoría de rechazo a la separación en todas las restantes repúblicas, incluyendo Ucrania (70% de votos a favor).
La perestroika implicó la quiebra interna del PCUS. En agosto de 1991 sectores del partido y de la KGB trataron de dar un golpe de estado. Aunque no triunfó, la crisis supuso nuevas declaraciones unilaterales de independencia (Ucrania, Estonia y Letonia) y la llegada del pluralismo político.
A pesar de los resultados del referéndum de marzo, la fragmentación se llevó a cabo. En diciembre fue firmado el tratado de Belavezha, por el que diversas RSS de la URSS conformaron la CEI (Comunidad de Estados Independientes). El día 25, tras la dimisión de Gorbachov, el presidente de la RSS rusa, Boris Yeltsin, proclamó la Federación Rusa y la URSS pasó definitivamente a la historia.
La CEI no fue un camino de rosas. No pudo evitar una caída del comercio entre repúblicas por el efecto frontera. Por ejemplo, el comercio entre Rusia y otras ex repúblicas cayó en un notable porcentaje: con Ucrania un 80%, con Bielorrusia la misma cifra y con Letonia un 55%. Si bien es cierto que la CEI consiguió, a la larga, relaciones políticas y comerciales positivas entre Rusia, Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán, Moldavia fue suspendida en su participación, Georgia la abandonó en 2008 y Ucrania en 2018. La CEI no palió los principales focos de los conflictos postsoviéticos.
A lo anterior debemos sumarle la caída del PIB en las ex repúblicas soviéticas y el aumento de la inseguridad ciudadana. Los territorios históricamente más pobres de la antigua URSS fueran los más afectados por el desabastecimiento.
Todo esto nos hace pensar que, el funcionamiento de la idílica federación de repúblicas ibéricas, de la que hablan algunos representantes de ERC y EH Bildu, no tendría por qué ser un remedio milagroso. Es muy dudoso que armonizase la convivencia tras la ruptura de España.
Al margen de la burla del referéndum de marzo, debemos señalar que, en el proceso de construcción de las naciones post soviéticas, no se tuvo en cuenta a la población étnicamente rusa que vivía fuera de la Federación Rusa. La emancipación de Moldavia llevó a la proclamación de la pro rusa República de Transnistria, que se enfrentó al gobierno de Chisnáu en una guerra civil, la cual se extendió hasta 1994.
Transnistria ha conservado desde su creación simbología soviética por demandas de unión política, no por cuestiones económicas. En Georgia se proclamaron en 1991 las repúblicas pro rusas de Abjasia y Osetia del Sur. Los intentos de uniformidad por parte de Tiflis llevaron a la entrada del ejército ruso a estas regiones en 2008. No necesitan presentación la República Popular de Donetsk y la República Popular de Lugansk, proclamadas en 2014 y actualmente integradas de facto en la Federación Rusa. Suerte similar corrieron Crimea y Sebastopol, que se unieron a Rusia vía referéndum en 2014, tras la revolución del Maidán.
En conclusión, la fragmentación de la URSS no fue un proceso democrático. No atendió a las demandas del pueblo soviético, que se manifestó en contra de la separación en el referéndum de marzo de 1991. Fue deseo de las élites políticas de las distintas RSS. Podría argumentarse que en las repúblicas bálticas sí había mayor anhelo de independencia, sin embargo, cabría cuestionarse el privilegio de que unas regiones decidiesen el futuro de la totalidad de la ciudadanía de un estado. Tampoco supuso una ruptura con la pluralidad étnica y cultural. Con todos sus defectos, el estado soviético había terminado con la supremacía de la Iglesia Ortodoxa sobre otras religiones y con la primacía de la cultura rusa. Lo que causó la caída de la Unión Soviética fue más fragmentación y odios entre culturas que habían convivido durante un siglo.
La caída de la URSS fue un desastre de cara a la política internacional. Transnistria, Abjasia y Osetia del Sur son de facto independientes, pero carecen de reconocimiento internacional. Esto ha lastrado (con razón) su dependencia de Rusia y su imposibilidad de acceso autónomo a las relaciones internacionales. La cuestión es que, las mismas repúblicas que, para nacer, hicieron uso del derecho de autodeterminación, no lo incluyeron posteriormente en sus ordenamientos jurídicos. ¿Reconocerían el País Vasco y Cataluña su idílico derecho a decidir si, algún día, fuesen independientes? Esa es la gran incógnita.
Por último, la fragmentación incentivó las desigualdades territoriales. La Federación Rusa se ha convertido en la potencia política, militar (contando con que la OTAN llegó a sus fronteras) y económica (Unión Económica Euroasiática) de la región, a la par que los pequeños estados ex soviéticos han pasado a ser títeres de escasa soberanía.
1.3. El caso de Yugoslavia
Otro ejemplo de reconocimiento de derecho de autodeterminación, lo vemos en el constitucionalismo de la Yugoslavia socialista (1946, 1963, 1974).
Tras la I Guerra Mundial (1914-1918) el Imperio Austrohúngaro se desintegró. El Reino de Serbia, que aplicaba una política paneslavista desde su nacimiento en 1878, anexionó Croacia y Eslovenia, antiguos territorios austrohúngaros católicos con lengua propia. Nació así, en 1919, el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. Este país también integró a Montenegro y, paralelamente, a Bosnia-Herzegovina, una región que había pertenecido de facto al Imperio Otomano hasta 1908. Estambul la había cedido sobre el papel al Imperio Austrohúngaro en el Tratado de Berlín de 1787, pero, de facto, siguió siendo turca treinta años más. Bosnia-Herzegovina albergaba minorías croatas, aunque destacaban sobre todo dos grupos étnicos: los serbobosnios, cristianos ortodoxos que hablaban el serbio y empleaban el alfabeto cirílico, y los bosnios musulmanes, que hablaban bosnio y habían conservado el islam de la época otomana. Dentro de Serbia también había dos minorías étnicas destacadas: los albanokosovares (hablantes de albanés y musulmanes por el pasado otomano) y los macedonios (cristianos ortodoxos con lengua propia y un alfabeto cirílico diferente del serbio).
En 1929 Alejandro I reformuló el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos como Reino de Yugoslavia (tierra de los eslavos del sur). Impuso la monarquía absoluta unitaria, en parte para paliar los nacionalismos. El principal grupo separatista yugoslavo lo integraba la Ustacha, organización terrorista croata de ideales fascistas e independentistas. Este grupo apoyó a las potencias del Eje cuando invadieron Yugoslavia en 1941. Tras la ocupación, Alemania anexionó Eslovenia, Macedonia fue devuelta a Bulgaria (la había perdido en 1913), Montenegro pasó a ser un protectorado de la Italia fascista y se proclamaron el Estado Libre de Serbia y el Estado Libre de Croacia (de facto estados-satélite).
La Yugoslavia fragmentada y tutelada tuvo una resistencia pro unificación, liderada por los partisanos comunistas. Su comandante fue el croata Josip Broz, alias Tito. Expresándolo de forma simple: fueron los fascismos y las derechas los que abogaron por la fragmentación.
Los partisanos tomaron el poder en 1945 y la Yugoslavia socialista se consolidó un año después, con la promulgación de su primera constitución. El nuevo estado adoptó la forma de República Federal, aunque vemos, que, al igual que había sucedido con la URSS, este federalismo requirió una previa deconstrucción nacional.
La Constitución Yugoslava de 1946 reconoció el derecho de libre determinación de sus federaciones. Sin embargo, fue un estado de partido único -Liga de los Comunistas de Yugoslavia-, que buscó la unidad cultural, prohibió las manifestaciones nacionalistas e impulsó el ateísmo de estado.
Tito murió en 1980. Su fallecimiento llevó a una reforma política. A la larga, llegó el pluralismo de partidos. Se abolió el cargo de presidente de la república en virtud de un comité colectivo con representantes de las distintas RSF. Esto causó el auge de los nacionalismos desde 1989. Llevaron a la fragmentación de Yugoslavia, que no necesita demasiada presentación. Son sobradamente conocidas las Guerras Yugoslavas (1991-1999).
En 1989 llegó a la presidencia de Serbia el nacionalista Slobodan Milosevic. Ese mismo año fue fundada la Unión Democrática Croata, un partido nacionalista de derechas. Su líder fue Franjo Tudman.
El crecimiento de los nacionalismos se vio agravado por las diferencias económicas entre repúblicas federadas. Yugoslavia había adoptado desde finales de los cincuenta el socialismo autogestionario. Al contrario que en la URSS, su economía no había sido de planificación centralizada. Los desajustes entre las entidades más ricas (Croacia, Eslovenia y Serbia) y las más pobres (Macedonia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro y la región autónoma serbia de Kosovo) se perpetuaron. La historia parece contradecir con frecuencia la extendida hipótesis de que solo los estados descentralizados son capaces de diversificar y deslocalizar su economía.
Eslovenia y Macedonia se emanciparon en 1991. El segundo lo hizo de forma pacífica, mientras que el primero albergó una pequeña guerra de diez días. Estas RSF apenas tenían población serbia.
Donde sí que había un amplio porcentaje de población étnicamente serbia era en Croacia (independizada en 1991) y en Bosnia-Herzegovina (independizada en 1992). En Croacia los serbocroatas proclamaron la República de Krajina, que desaparecería con los acuerdos de Dayton de 1995. Sin defender los posicionamientos étnicos y supremacistas serbios, no podemos dejar pasar que el nacionalismo croata suprimió la identidad serbia y fomentó la guerra entre los bosnio-croatas y los bosnios musulmanes.
La independencia de Bosnia y Herzegovina llevó a la proclamación de la República de Srpska, a manos de los serbobosnios y de la República de Herzeg-Bosnia, a manos de los croatas. Tras los acuerdos de Dayton, Bosnia-Herzegovina se independizó como una república federal, que, a día de hoy, aún mantiene dos entidades autónomas: Bosnia-Herzegovina (mayoría étnica musulmana y croata) y Srpska (mayoría étnica serbia). Cada una de ellas tiene su Asamblea Nacional. Herzeg-Bosnia desapareció.
El último episodio de las Guerras Yugoslavas fue el conflicto de Kosovo (1998-1999). Los paramilitares de esta región autónoma serbia fueron auxiliados por la OTAN. En 1999 Estados Unidos bombardeó diversas ciudades serbias, entre ellas Belgrado.
En 2003 la República Federal de Yugoslavia se convirtió en la República de Serbia y Montenegro. Ambas entidades se separaron en 2006 vía referéndum.
En conclusión, el carácter democrático de los procesos de independencia yugoslavos es más que relativo. Si bien existieron referéndums de autodeterminación, no se tuvo en cuenta a la parte serbia en Bosnia y en Croacia. A día de hoy, las federaciones de Bosnia-Herzegovina son prácticamente independientes, salvo por la jefatura de estado y el ejército. En cuanto a Kosovo, su conflicto fue complejo debido a su condición de región autónoma de Serbia. Los albanokosovares burlaron el tratado de Kumanovo de 1999 y declararon unilateralmente su independencia en 2008. A día de hoy, son de facto independientes, pero su reconocimiento internacional es parcial. Dentro de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad no reconocen a Kosovo ni Rusia ni China. A todo esto hemos de sumarle el desprecio que hay actualmente a la cultura serbia en la región.
El derecho de autodeterminación no pudo evitar la conflictividad política ni una devastadora guerra. Las guerras yugoslavas implicaron el desplazamiento de entre 2,5 y 3 millones de personas. Esto sucede cuando la fragmentación no es consensuada, se reconozca o no el derecho de autodeterminación. Otro ejemplo de esto lo vemos en la caída del Raj Británico en 1947. India y Pakistán tienen entre sí una frontera ficticia, construida para dividir a hindús y musulmanes. La independencia llevó a grandes desplazamientos de población conforme a las identidades étnicas y religiosas y esto sucedió a pesar de la mediación del gobierno británico.
Volviendo a la cuestión, los nacionalismos yugoslavos llevaron al extremo el odio étnico. Si bien la historia de los Balcanes está plagada de episodios de violencia entre sus diversas culturas, la convivencia entre las mismas nunca se rompió hasta el extremo de lo sucedido en el sitio de Sarajevo o en la masacre de Srebrenica. Milosevic y el presidente de Srpska Radovan Karadzic fueron juzgados en tribunales internacionales por crímenes de lesa humanidad.
La caída de Yugoslavia no solventó las diferencias políticas y económicas entre territorios, sino que las agravó. Eslovenia entró en la UE en 2004 y Croacia lo hizo en 2013. Bosnia-Herzegovina, Macedonia y Montenegro se mantienen a la cola y albergan tasas de pobreza mayores que sus vecinos que sí se han adherido al mercado común. Kosovo y Montenegro han adoptado el euro como divisa, a pesar de no formar parte. La integración de Kosovo es compleja porque, dentro de la UE, España no le reconoce.
1.4. El caso de Checoslovaquia.
Para no ser catastrofistas, citaremos el caso de Checoslovaquia, cuya fragmentación fue pacífica.
Checoslovaquia nació en 1918 y también partió de un proceso de deconstrucción. En este caso, fue uno de los pedazos que salieron de la rotura del Imperio Austrohúngaro tras la I Guerra Mundial. Austria-Hungría albergaba un complejo entramado político debido a los nacionalismos que, desde finales del siglo XIX, había desatado la complejidad de la Europa danubiana.
En sus inicios, Checoslovaquia fue una república unitaria. Entre 1938 y 1939, primero los Sudetes, y después el resto de territorios del país, fueron ocupados por la Alemania Nazi. El Estado checoslovaco fue liberado por la URSS, que impulsó la construcción de una república socialista. En 1960 se proclamó la República Socialista Checoslovaca, un estado federal que reconocía el derecho de autodeterminación. En 1989 abandonó el marxismo y en 1990 se convirtió en la República Federal Checa y Eslovaca.
Las dos entidades se separaron en 1992. Fue a través de un episodio, tan sumamente democrático, que los checos y los eslovacos se enteraron de la noche a la mañana de que iban a tener una frontera entre sí. No existió un referéndum previo.
Poco antes de la separación, se habían realizado varias encuestas, que manifestaron que solo el 37% de los eslovacos y el 36% de los checos apoyaban la secesión. La fragmentación fue una decisión política, que no respondió a la voluntad popular. El gobierno no se arriesgó a realizar una consulta, porque todos sabemos que los referéndums de secesión son algo muy democrático hasta que te llevan la contraria.
La separación de Chequia y Eslovaquia ganó reconocimiento internacional rápido, porque fue un acuerdo entre ambas partes. Sin embargo, este consenso no pudo evitar el efecto frontera. El comercio entre los dos países cayó en un 66% tras el establecimiento de un límite entre sí. La cuestión se solventó en 2004 con la entrada de los dos estados en la UE, pero no podemos negar los efectos iniciales de la ruptura.
2. ¿Y fuera del derecho de autodeterminación y de ese antiguo duelo entre capitalismo y comunismo que tanto impulsó los reconocimientos de terceros ante la fragmentación de estados socialistas?
Los ejemplos de Checoslovaquia, la URSS y Yugoslavia pueden resultar tramposos. El rápido reconocimiento de sus ex repúblicas no solo se debió a su admisión del derecho de libre determinación, sino también al interés de occidente de fragmentar a los estados socialistas en los años finales de la Guerra Fría. Buena parte de los países emancipados de estos procesos de ruptura buscaron la occidentalización. Instalaron economías de libre mercado y buscaron su ingreso en la OTAN y la UE. En pocas palabras: la división cumplía el interés de terceros. Pero, planteémonos, ¿qué sucedería hoy en día?
A pesar de las constantes alusiones a la democracia ejercidas por los nacionalistas en España, ni el Euskobarómetro ni las últimas elecciones catalanas demuestran que el independentismo tenga mayoría social en Euskadi y Cataluña. Por otro lado, la secesión es actualmente ilegal. La modificación del artículo 2 de la Constitución Española de 1978 debería realizarse por procedimiento agravado y, como es lógico, la decisión de legalizar el derecho de libre determinación en España debería ser abalada por un referéndum en el que participase toda la ciudadanía.
Teniendo en cuenta estas cuestiones, y no atendiendo a la propaganda de los nacionalismos, la independencia de Euskadi y el País Vasco puede darse únicamente por la vía unilateral. Siendo así, las nuevas repúblicas necesitarían financiación exterior y reconocimiento internacional. Para su ingreso en alianzas internacionales y entidades geopolíticas su reconocimiento debería ser total, es decir, estar abalado por los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. Reino Unido y Estados Unidos podrían ser las principales bazas de Cataluña y el País Vasco, sin embargo, ninguno de los dos reconoció la República Catalana proclamada en 2017. Al fin y al cabo, son aliados de España en la OTAN. La República Popular China desea recuperar Taiwán, una mayor integración de Hong Kong y tiene problemas de nacionalismo el Tíbet, por lo que es muy poco probable que defienda un proceso de secesión en otro país, al igual que hace España negando el reconocimiento de Kosovo. Francia es una firme defensora de las unidades nacionales desde su revolución de 1789. Posee una notable conciencia de estado y no dudó en proceder a ilegalizaciones cuando se vio amenazada por el nacionalismo corso y el Iparreterrak en los años ochenta. La Federación Rusa alberga problemas de separatismo en Chechenia. Aunque ha practicado anexiones no validadas internacionalmente a Ucrania, no otorgó reconocimiento a la República Popular de Donetsk y a la República Popular de Lugansk entre 2014 y 2022. Raro sería que se lo concediera al País Vasco y a Cataluña. En resumen, la separación unilateral de Euskadi y Cataluña llevaría al estado fallido.
A día de hoy, el estado fallido por excelencia es Somalia. Desde el derrocamiento del dictador Mohamed Siad Barre, en 1991, el país ha estado dividido. Ese mismo año se emancipó unilateralmente, en el noroeste, la República de Somalilandia, que no obtuvo reconocimiento. Trató de legitimarse convocando un referéndum en 2001. La independencia ganó con el 97% de los votos. Sin embargo, ni Mogadiscio ni la comunidad internacional han reconocido nunca este resultado. Somalilandia lleva treinta y dos años siendo de facto independiente, pero sin reconocimiento.
En 1991 también se proclamó en el cuerno de África la República de Puntlandia, actualmente con el estatus de Estado autónomo dentro de Somalia, es decir, de facto independiente, pero con un reconocimiento exterior ambiguo y parcial.
¿Y los reconocimientos de Nagorno Karabaj, Chipre del Norte, la República Árabe Saharaui Democrática y la República de China (Taiwán)? Ni están ni se les espera.
La República Árabe Saharaui Democrática es reconocida por Corea del Norte, la Unión Africana, buena parte de los estados hispanoamericanos, India, Irán, Albania y los países de la península de Indochina entre otros. No obstante, no ha podido hacerse con el respaldo de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad (1). Taiwán es únicamente reconocido por catorce países. Entre ellos están las pequeñas naciones de América Central, la Ciudad Vaticano y otros estaditos difíciles de ubicar en un mapa. La Comunidad Internacional no está interesada en quebrar sus relaciones con la República Popular China. Nagorno Karabaj no cuenta con reconocimientos y Chipre del Norte solo es reconocido por Turquía por afinidad cultural.
3. Conclusión.
Las independencias unilaterales de Euskadi y Cataluña llevarían a España a convertirse en un estado fallido. En la actualidad, los reconocimientos de terceros son especialmente complejos de conseguir y el paso del tiempo no los garantiza.
En el caso de que termine legalizándose el derecho de autodeterminación en España, lo que es altamente improbable, este no garantizaría el mutuo acuerdo entre las partes. Tenemos ejemplos históricos que nos muestran como, aun estando reconocido este derecho, las secesiones suelen desembocar en guerras, bloqueos económicos e intervención de países terceros. Además, la libre determinación ha tendido a beneficiar a élites regionales, que no han tenido en cuenta el posicionamiento de la ciudadanía. Los ejemplos de la URSS, Checoslovaquia y Yugoslavia nos muestran como el derecho de autodeterminación nunca ha tenido una aplicación democrática.
El llamado derecho a decidir podría llevar a España, tal y como llevó a otros países, a una desaparición amparada por los caciquismos regionales. Esto sería un desastre a nivel a nivel político, porque llevaría a la pérdida de peso internacional; a nivel social, porque la secesión no está respaldada por la mayoría de la ciudadanía y podría conducir a la proclamación de nuevas repúblicas pro hispánicas o a desplazamientos de población, y a nivel económico, porque el efecto frontera haría caer las relaciones comerciales entre las actuales regiones y rompería la unidad de los sistemas de seguridad social y defensa.
En el caso de una partición consensuada de España, lo que también es improbable, los territorios que saldrían peor paradas, serían aquellos más pobres dentro de la unidad.
(1) Aquí debemos manifestar nuestro desacuerdo con este posicionamiento.
- La estafa del derecho a decidir - 20/11/2023