No me es fácil encontrar votantes o simpatizantes del PSOE dispuestos a defender razonadamente la impunidad para Puigdemont y los demás (presuntos) delincuentes de la ultraderecha separatista catalana. Hablo de amigos con los que se discute de buena fe, no de propagandistas a sueldo (ni de fanáticos vocacionales, claro). No digo que no los haya, pero me cuesta encontrarlos. Los hay que se oponen muy frontalmente a la medida; los hay que se oponen, pero están tan mortificados por el asunto que prefieren hablar de otra cosa. Los hay que no le dan mayor importancia, y que por tanto ni siquiera van a defenderla; como mucho se encogen ligeramente de hombros: qué más dará. Y sólo hay unos pocos que se atreven a defenderla tímidamente.
La conversación con estos últimos es formadora. La discusión puede discurrir por diversos cauces y meandros, más o menos elípticos, más o menos inspirados, más o menos eruditos. Pero al final, hay tres grandes argumentos que se acaban manejando, que acaban saliendo a la superficie. Y como son tres, vale la pena examinarlos, destilados.
El primero es el argumento resignado de que «no quedaba otra». Quizá no les gusta, pero es lo que hay: no hay alternativa. No hay más.
En política, siempre hay alternativa. Lo que puede no haber es capacidad o convicción para defender la opción escogida frente a ésta; y comodidad en permanecer en la negación. Pero la excusa de que «no hay alternativa» es tristemente familiar entre las filas de la socialdemocracia. Es familiar de los momentos más negros y más olvidables de esta tradición política, que es la mía: «no hay alternativa», debieron decirse los socialdemócratas alemanes cuando votaron los créditos de guerra imperiales durante la Primera Guerra Mundial; «there is no alternative«, susurraban los socialistas europeos de los años noventa cuando se alineaban acríticamente —contra sus bases y sus electores— con los programas de liberalización, privatización y desmantelamientos de los servicios públicos iniciados por la derecha neoliberal, antes de ser barridos del mapa electoral por muchos años; «no hay alternativa», se decían los socialistas del último Zapatero mientras aprobaban en las Cortes —con el PP—, a escondidas y sin debate, deprisa y corriendo, la reforma del artículo 135 de la Constitución. La resignación es una forma de agotamiento; el «no hay alternativa» es el reconocimiento implícito de una falta política.
En este caso de la amnistía, las alternativas eran variadas. El PSOE podía haber repetido elecciones, como ya hizo en 2019. Habría podido corregir así el grave fraude democrático que ha cometido en España, y someter a los españoles las medidas —de impunidad y cesiones varias— que piensa aplicar, para variar y no gobernar sistemáticamente al revés de lo prometido, como se ha acostumbrado a hacer en las últimas convocatorias. O podría, en caso de no atreverse a presentarse de nuevo ante los españoles, haber acordado con el PP (dos tercios de los españoles votaron a uno o a otro) una medida elemental de higiene constitucional y democrática, como es la de abstenerse antes de entregar la gobernabilidad a un partido de ultraderecha. Así lo proponía, durante campaña, el único socialista que ha obtenido mayorías absolutas en España; y así lo hacen, a día de hoy, los socialistas portugueses. También podía hacer, desde luego, lo que ha hecho. Lo que no puede es pretender que no había otras opciones.
El segundo argumento es más ambicioso: la impunidad —amnistía— para todos los implicados en el golpe de Estado separatista de 2017 (por el que, recordemos, la Constitución y el Estatuto de Autonomía, así como las garantías y los derechos de la oposición parlamentaria, quedaron unilateralmente derogados en Cataluña, y reemplazados por un orden jurídico «transitorio» en el que los jueces serían nombrados hasta nueva orden por la junta victoriosa; todo acompañado de intimidaciones cotidianas e intentos de linchamiento contra ciudadanos no nacionalistas, dirigentes de la oposición y funcionarios públicos) y en los disturbios de 2019 (que incluyeron un asalto coordinado al aeropuerto de Barcelona, además de graves daños en buena parte de las vías y comunicaciones de la ciudad, sabotajes en las vías férreas y episodios de kale borroka organizados por los CDRs, en los que cientos de policías fueron heridos, dos gravemente) son medidas necesarias, aunque resulten impopulares, para facilitar la «reconciliación» entre los catalanes, y/o (depende de la versión) entre catalanes y demás españoles. El objetivo suena bien, pero naufraga penosamente al primer golpe de aire. No puede tomarse en serio, ni por la sinceridad ni por la eficacia. Si Sánchez fuera mínimamente sincero (en creer que la llamada amnistía es la forma de «resolver el problema catalán»), habría podido proponer la impunidad para los delincuentes del «procés» desde que llegó al Gobierno (hace cinco años de eso), y no —qué casualidad— sólo cuando es el peaje exigido para conseguir la investidura: la misma operativa que con los indultos, primero negados enfáticamente, en todo caso ignorados mientras el separatismo no los puso como condición para sostener la precaria mayoría gubernamental, y después justificados como decisiones impopulares y difíciles pero valientes y «de Estado», tomadas en nombre del bien superior de la reconciliación. Es difícil estimar el daño que una prostitución tan tosca y sostenida del lenguaje desde las instituciones, y un desdén tan olímpico por la inteligencia de los ciudadanos, hace a la salud del sistema democrático español.
Pero además, al margen de la tomadura de pelo y la insinceridad ostentosa, no hay más que escuchar unos minutos cualquier declaración de los líderes separatistas, empezando por Miriam Nogueras en el Congreso y siguiendo por su líder Puigdemont en Waterloo, para convencerse de que no hay ninguna reconciliación en marcha. Las rupturas pueden ser unilaterales; las reconciliaciones, no. Y el separatismo catalán, del que se pueden criticar muchas cosas pero no su disimulo, mantiene intacto su supremacismo, su desprecio por la mayoría de catalanes no nacionalistas, a los que niegan su condición de catalanes, y su voluntad reafirmada («ho tornarem a fer«) de pasar por encima de (no de reconciliarse con, y aún menos de pedirles perdón) ellos en la primera oportunidad que tenga: acaban de aceptar a trámite en el Parlamento catalán, en fraude de ley, otra proposición para la separación unilateral. Y han repetido hasta la saciedad que su objetivo es —sigue siendo— desintegrar España, no contribuir a gobernarla. No hay que perderse en cábalas al respecto: basta con escucharles y verles en acción. El PSOE se ve atrapado en una pretensión entre ridícula y absurda, propia de Sopa de ganso: «¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?» Sólo que a diferencia de aquel marxismo, la bufonada aquí no tiene ninguna gracia.
Ocurre que en la política española hace mucho tiempo que nadie escucha; quizá por eso se puede decir cualquier cosa con (aparente) total impunidad. No se escucha a los propios, ni a los socios, ni menos aún, a los ajenos. ¿Para qué? Prácticamente nada de lo que se dice tiene el menor interés, bien porque es totalmente banal, bien porque no quiere decir nada (hay fragmentos de intervenciones políticas que merecerían estudiarse por su radical falta de contenido semántico), bien porque lo dicho enfáticamente hoy puede desmentirse mañana sin el menor pestañeo. Y es verdad que, para votantes o simpatizantes de un líder como Pedro Sánchez, que ha convertido la palabra volátil y la mentira sistemática en sus principales distintivos políticos, lo que puedan decir otros dirigentes no puede tener ninguna relevancia. Si no dan credibilidad ni a las peroratas del dirigente al que apoyan, ¿cómo iban a creer en las de cualquier otro? La voladura completa del valor de la palabra pública en España, que nunca fue demasiado sólido, tiene este efecto colateral: como lo que dicen los políticos no vale nada, no tiene sentido escucharlo; así que no hay debate público ni razonamiento ni rendición de cuentas posible ante la ciudadanía, simplemente. No queda más que los juicios de intenciones, que son inmunes a lo dicho y a lo hecho, y el forofismo de «saber cuál es la camiseta de su equipo», como reclamaba a los miembros de su partido, sin un ápice de pudor, la vicepresidenta del Gobierno. Una situación en la que suficientes votantes se han transformado en forofos que votan a ‘los suyos’ pase lo que pase, insensibles a hechos, razones y argumentos, puede ser el sueño húmedo de los spin doctors de todos los partidos (y ciertamente, de la señora Montero), pero es también el fin de la democracia y la antesala de un conflicto civil permanente donde intimidar resulta más barato —y más eficaz— que razonar o convencer. Una democracia de cartón-piedra que encaja como un guante en un régimen sin ley, donde la persecución de los delitos puede ser suspendida a discreción del Príncipe, y la voluntad de éste puede comprarse por un módico número de diputados, cómodamente teledirigidos desde el extranjero.
El tercer y último argumento, que no es tal, aparece cuando los anteriores han naufragado. Cuando resulta obvio que no hay forma de sostener una defensa racional de la impunidad pactada atendiendo a argumentos contrastables, aquí y ahora, el reflejo (comprensible) es el de mandar la bola al otro extremo del campo: a un futuro indescifrable, a largo, muy largo plazo. Más largo que los famosos diez años del desafortunado Zapatero, que asombrosamente sigue haciendo predicciones después de que la realidad le desmintiera en toda la línea («dentro de diez años, Cataluña estará mejor integrada en España, y usted y yo lo veremos», se atrevió a espetar a Pedro J. Ramírez en 2006; lo que «vimos», casi diez años justos después fue la intentona separatista más grave en Cataluña desde 1934), a treinta o cincuenta años o más. La argucia retórica tiene la virtud de ser indiscutible (en el sentido de que no puede discutirse): las ventajas o justificaciones de la impunidad pueden no estar claras hoy, pero lo importante es que sus efectos serán positivos a largo plazo, ya lo verás. O no lo verás, pero para entonces esta conversación ya no tendrá sentido, porque la cuestión no tendrá arreglo. «Tan largo me lo fiáis», diría frívolamente Don Juan Tenorio; una metáfora perfecta de la muy española tendencia a dejar para mañana las deudas que no tienes intención de pagar ni de resolver hoy.
Será positivo a largo plazo, insisten, aunque no haya manera de explicar por qué: hay que tener fe. Verás como sí, hay que esperar que así sea. Y ésta es la ultima ratio por definición: el reconocimiento de impotencia para defender lo que es racionalmente indefendible. Así que hay que creer en la especulación más favorable. Pero no importa que acierten o no en la predicción. Cuando sólo queda «esperar» y encomendarse a la fe del carbonero; cuando esa fe que no responde a razones, junto con la resignación y la fatiga («no hay alternativa»), el cinismo y el mercadeo elevados a razón de Estado, el desprecio por la ley y los procedimientos, el chantaje de los poderosos y el hooliganismo político como ideal de participación, son todo lo que se puede movilizar al servicio de un proyecto político, estamos de vuelta en un terreno tristemente conocido en España. Un terreno que Machado denunciaba ásperamente hace más de un siglo: «Esa España inferior que ora y bosteza, vieja y tahúr, zaragatera y triste; esa España inferior que ora y embiste, cuando se digna usar de la cabeza…». Ya no se trata de ‘resolver’ o ‘apañar’ el procés, ni del manoseado «encaje de Cataluña en España», ni siquiera se trata estrictamente de nacionalismo. La España que nos promete la impunidad de Sánchez es el retorno del viejo caciquismo con colorines; una España tan siniestra —la arbitrariedad del señorito, la indefensión del humilde, los favores vergonzantes y los opacos trapicheos a puerta cerrada— como la Cataluña que nos preparaba el separatismo triunfante. La cuestión es saber si hay una España —y una Cataluña— «del cincel y de la maza, de la rabia y de la idea», distinta y posible, o si estamos condenados a permanecer, por siempre jamás, presos de este bucle melancólico.
Impecable el análisis fiel reflejo de la desoladora situación en que nos encontramos en
España. Aunque al final parece que apuestas por el «optimismo de la voluntad», a muchos de nuestra generación comprometida en la clandestinidad contra la dictadura y activos participantes en el entusiasmo tranquilo de la Transición, por lo que veo a mi alrededor, ya nos está venciendo el «pesimismo de la razón» y creo que no es la edad, o no es únicamente la edad. Gentes como Chaves Nogales o George Orwell, por supuesto salvando todas las distancias históricas, siguen siendo perfectamente un referente moral: la izquierda la está volviendo a cagar (con perdón) y las circunstancias históricas vuelven a ser inquietantes… ¿Qué va a pasar si Marine Lepen acaba siendo presenta de Francia o Trump de los Estados Unidos? Y sabes bien que no es un escenario en absoluto descartable. Es de desear que haya en España un reacción contra este desarme de la razón que esta perpetrando esta gente que nos dirige… pero soy tremendamente pesimista. Salud!
El análisis, certero. Y ahora, qué? Las elecciones, en breve. La campaña que se abre, será agotadora y llena de improperios, mentiras, sobretodo, falsas promesas. Apelar a los sentimientos para llegar al nacionalismo excluyente y racista, será la canción de buitres, no de pájaros.
A seguir con salud!