Aristocracias de la peor calaña dominan el debate intelectual. Navajeros que no rehúyen, coacción mediante, de consagrar conjeturas hegemónicas como contrahegemónicas e indiscutibles por el resto. Por otra parte, los súbditos, sometidos al régimen del irracionalismo con apetito, no sólo asienten, sino que practican un matonismo pueril contra quien ose rebelarse. Además, toda esta desfachatez cristaliza en una moralina repugnante impregnada a todo proceso de socialización: el pacto tribal. En otras palabras, el sometimiento del libre desarrollo de las capacidades de cada cual a las preferencias dogmáticas de la comunidad (preferencias fashionarias o del mismo modo nacionalcatólicas —que por haberlas, haylas—) .
Combatir el relativismo más exacerbado —la anticiencia, el todo como constructo—no sólo constituye una obligación moral para quienes no condenamos el saber, paralelamente simboliza una batalla en aras de recuperar virtudes denostadas como la prudencia, la honestidad y el respeto (también para el adversario). No obstante, aquello que resulta más preocupante es la suscripción del ostracismo como medium para la reinserción acrítica. En la actualidad, su severa aplicación contra cualquier desviación, evidencia la podredumbre intelectual en la que se escudan muchedumbres de parásitos que, desprovistos de argumentación sólida, martirizan a quienes no rechazamos la razón como ventana de conocimiento. Serán los más inseguros e ineptos y su necesidad de reconocimiento constante, aquellos que actúen con mayor crueldad, pues sus pulsiones arribistas sólo podrán ser satisfechas a través de una praxis inquisitorial que elimine toda disrupción a su alrededor. En fin, no queda otra que rebelarse contra la espada identitaria de Damocles.
Aux armes, citoyens!
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