Marc Luque | El viernes fue un día de aquellos en los que te levantas con ilusión. Tras setenta y dos horas residiendo en la capital tenía una entrevista de trabajo. Para mí era una oportunidad única, era la posibilidad de autoabastecerme sin necesidad de apoyarme en mis padres, pues a mis veintiún años pedirles dinero para pagar el alquiler no me resulta excesivamente atractivo. Tras este breve preámbulo, les sitúo, apliqué para captador de ONG. Con toda probabilidad no sabrán qué narices es y les reconozco que yo también lo desconocía. Por lo visto, son una especie de corporaciones satélites que, estableciendo una relación contractual con las organizaciones, recolectan por ellas. Entre las asociaciones inscritas en este singular ecosistema de asistencia, se encontraban Médicos Sin Fronteras, Alianza por la Solidaridad y otras tantas con cierto renombre.
El caso es que a media mañana, con un calor sofocante, acudí a un edificio ubicado en una de las calles colindantes de la Gran Vía. Allí aguardaban una muchedumbre de jóvenes que, por lo que pude escuchar en la escalera donde nos tenían amontonados como borregos —aglomeración previsible, por cierto, si citas a todos los aspirantes a la misma hora—, pocos o ninguno habría sin formación universitaria e idiomas. Aunque la mejor sorpresa estaba por llegar, se abre la puerta y me recibe un joven menudo de no más de 22-23 años y se presenta como ejecutivo, reconozco que su informalidad —tratándome de colega y vistiendo en chándal— me sorprendió ligeramente. Mientras avanzaba por el hall hasta su despacho, me iba autoconvenciendo de que yo, un tipo que se ha pasado los últimos cuatro años alejado de las grandes metrópolis, no era capaz de entender que las cosas habían cambiado. Ahora los ejecutivos no visten trajes caros, ni son cincuentañeros de bonnes manières con alma de serpiente.
En fin, una vez acomodados, empezó a desplegar una retórica plúmbea con la que explicaba la metodología de trabajo. “Podríamos actuar como el Lobo de Wall Street, pero aquí tenemos moral. Aunque podría demostrarte que funciona. Lo nuestro es la empatía”. Entre tanto me preguntaba por mi formación y trayectoria laboral, sin embargo, el joven prodigio instantáneamente olvidaba mis respuestas.
– ¿Qué estudiaste?
– Humanidades.
– (cinco minutos más tarde) Bueno, tú como te formaste en recursos humanos seguro que ya sabes de que va esto.
Más allá de la estética y la cosmética —su pico de oro—, despertó mi atención con una pregunta, “¿No ves más justo que quien produce más gane más?”. Del mismo modo que acabar hablando de Jordan Belfort en una entrevista de trabajo me hizo gracia, con la preguntita empecé a fruncir el ceño. Que no acabara de ver la película me era indiferente, sólo constataba su estupidez. Ahora, que empleara tal chascarrillo ya empezaba a delatar la moral del tipo.
Quince minutos después, aguantando estoicamente el chaparrón, vienen las condiciones. “No hay contrato” espetó entre carcajadas. Mejor chiste sería lo que vendría más tarde. “Aquí todo lo que produzcas se te paga”. Et voilà, ni SMI ni horario definido y salario íntegro a comisión.
Decía Norberto Bobbio que la conquista de una libertad genera a su vez una nueva falta de libertad. El problema entonces es conceptual, ceder un ápice ante estos canallas, no genera una nueva falta de libertad, sino que hace de la esclavitud un modus vivendi más. Bienvenidas startups, bienvenido libre mercado, opositemos para esclavo.
Marc Luque
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Lamento mucho, muchísimo que jóvenes como tú tengan que seguir viviendo experiencias como las que explicas y que otros hemos vivido en el pasado creyéndolas quizás ya desterradas. No, siguen; como enseñas… como nuestra lucha por la Justicia Social: sabemos cuándo nos unimos a ella y, aunque nos cuesta tiempo aceptarlo, acabamos comprendiendo que nunca veremos alcanzarse el objetivo final. Solo somos un eslabón más que nos aproxima al mismo. Tener conciencia ya es un triunfo. Ánimo.