Guillermo Ferrer | Hace ya unas cuantas décadas se planteó un principio que hasta día de hoy no ha tenido apenas discusión ninguna: “Quien contamina, paga”. Este simple principio parece de sentido común. Si alguien realiza una actividad que es perjudicial para todo el mundo debe de contribuir más que los demás y usarse ese dinero en la medida de lo posible para solucionar el problema que ha causado, o en su defecto para aumentar el bienestar común de alguna otra manera.
La cuestión es que este principio se implanto hace ya muchos años y quizás las circunstancias y la aplicación de ese principio ha cambiado sin que nos percatemos. Como autor de este articulo creo, querido lector, que ha llegado el momento de al menos darle un repaso a la cuestión.
Sin intentar sentar cátedra, aceptemos que en España la fecha aproximada de la aparición del ecologismo y de este planteamiento fue a finales de los 70 o principio-mediados de los 80. La situación en ese momento era que las empresas ejercían su actividad y en algunos casos para ello contaminaban mucho el medio ambiente. Vertidos a los ríos o a la atmosfera, deforestación, daños a los suelos, uso de materiales contaminantes, etc. Esa contaminación era un coste que todos los ciudadanos pagábamos para que determinadas empresas funcionasen, pero la mayor parte de los beneficios de esa empresa recaían después en muy pocas personas. Con ese planteamiento parecía razonable y sensato que esas empresas dirigiesen una parte de sus beneficios a compensar los daños sociales que producía su actividad. Hasta aquí, cabe poca discusión. Ahora bien… ¿El planteamiento sigue ese? Nosotros consideramos que no.
Desde hace ya bastantes años ha surgido la cuestión del Cambio Climático. Problema real e importante sin duda, pero que demasiada gente usa como sinónimo genérico de cualquier problema medioambiental. Se está afrontando el cambio climático y las emisiones de Co2 igual que una fábrica que vierte sus desechos a un rio y creemos que esto hay que al menos analizarlo antes.
Porque el problema es que quienes emiten CO2 ya no son solo empresas que dañan el medio ambiente para conseguir un beneficio (en ocasiones enorme) para unas pocas personas, sino en su mayoría trabajadores que no tienen otro remedio que realizar esas actividades contaminantes porque son simplemente una necesidad básica.
En virtud del “Quien contamina, paga” estamos haciendo recaer unos costes sobre la clase trabajadora por cosas tan básicas como desplazarse. Y, además, al contrario que con las empresas, esos costes no son una pequeña parte de unos beneficios, sino que en demasiadas ocasiones suponen una losa enorme sobre la economía de quienes precisamente menos tienen.
Por parte de algunos se realizan análisis simplistas de la situación. Así, probablemente habrá usted escuchado alguna vez que los coches más caros contaminan más que los baratos. Pero dudosamente habrá nadie que le mencione que un coche caro de hoy contamina menos que uno barato de hace 15 o 20 años, que es el que la mayor parte de la gente puede permitirse.
O nadie le habrá planteado que a ver cuántos Peugeot 205 se venden por cada Ferrari o por cada Audi. Para que el que tiene un Ferrari pague por lo que contamina estamos haciendo pagar a tres o cuatro mil obreros por el hecho de ir a trabajar.
No me malinterpreten. Esas actividades de los obreros contaminan. Y estaría bien desincentivarlas. Pero para desincentivar algo tiene que haber alternativas y aquí es donde viene el problema principal. En las dos capitales más importantes del país donde viven la mayoría de nuestros dirigentes esas alternativas existen. No es raro en Madrid encontrar a gente que ha optado por no tener coche porque el transporte público les basta. El problema es que el resto del país no es Madrid ni Barcelona. Sevilla, cuarta ciudad de España, es la única ciudad europea de su tamaño sin una red de Metro. En Málaga se han reducido los trenes de cercanías que solucionaban el transporte de un número enorme de trabajadores que ahora dependen del transporte privado. De los trenes de Extremadura no hace falta decir nada. Y si uno vive fuera de una gran ciudad, que decir. Y del tiempo que necesita invertirse para el mismo traslado en coche propio o en transporte público en una gran ciudad tampoco hace falta decir nada como sabe cualquiera que alguna vez haya dependido de ese transporte público. Sospecho que nuestros líderes creen que todo el país es igual a donde ellos viven. Eso, suponiendo que se preocupen por estas cuestiones. Para quien cobre cinco o seis mil euros al mes o tiene un coche oficial, el coste de la gasolina no es un problema. Para un obrero, un tendero, un abogado o un medico “normalitos”, sí que lo es.
Así que “quien contamina, paga” sí, pero. Si a que las grandes empresas que contaminan paguen una parte razonable de sus beneficios para compensar ese daño. Pero desde luego no a que “quien contamina paga” signifique que las clases trabajadoras paguen unos impuestos cada vez más altos por unas actividades que son imprescindibles e inevitables en nombre de un ecologismo que es importante, pero que no es un valor sacrosanto ni único (y del cual hablaremos en otra ocasión). Y desde luego no a que ese principio sea no un medio para desincentivar unas conductas a favor de otras, sino un medio de recaudación que apriete a los de abajo, porque a quien recauda no le da la gana poner unas alternativas válidas.
Guillermo Ferrer