Guillermo del Valle | Diluvia en San Sebastián. Allí no es infrecuente la inclemencia meteorológica. Camino por sus calles como cada verano, prácticamente. Sí, en San Sebastián puede diluviar en verano. Y la lluvia no afea las avenidas, que rebosan elegancia y desprenden armonía.
Del Boulevard al Peine del Viento, de la Parte Vieja a Amara, como hacíamos todos los veranos de mi infancia, cuando aún vivía el abuelo. No termino de entender otro medio de transporte que los propios pies en esta ciudad. Cada paseo es balsámico. La hermosura de la Bahía de la Concha me transmite paz. Me quedo ensimismado mirando al horizonte, esos días en que el cielo azul vence los nubarrones, junto a las míticas barandillas blancas, inconfundibles. Entre los Relojes y la Perla, tras un chapuzón, puedes perderte por Gros o el Antiguo, buscando bares menos atestados que los que pueblan las guías gastronómicas. Aquellos son hoy no sólo un desafío para el paladar, la báscula – que siempre apunta hacia arriba tras unos días en Donosti -, y el bolsillo – que siempre apunta hacia abajo tras unos días en Donosti -, sino también para la paciencia y el reloj, con colas de clientes esperando para entrar. No les critico el buen gusto, aunque tal vez se esté desnaturalizando el encanto de antaño, en el que irse de pinchos no se había convertido aún en una mecánica tan masificada. Con todo, aún siento un pellizco de ilusión de infancia cuando observo esas barras, esos bares y esas calles, engalanadas para un ritual genuinamente donostiarra.
San Sebastián es una villa hechicera, un reto integral para los placeres y una llamada al mejor hedonismo. Y es, también, una ciudad contradictoria. Incluso cuando brilla el sol, en esos días de playa que de vez en cuando asoman imponentes, cuando la belleza de su arquitectura Belle Époque se refleja presumida en el Urumea, yo no puedo evitar sentir el escalofrío de sus sombras.
En cada esquina de la ciudad uno puede sentir el punzón del dolor, de un recuerdo de sangre, de un cobarde tiro en la nuca. La gélida constatación de tantas vidas secuestradas, sepultadas entre escombros, a veces figurados y a veces literales. En ningún sitio como allí, la belleza contrasta con tanto dolor y, sobre todo, con el ensordecedor silencio del olvido. Nadie parece recordar lo ocurrido. Y quienes lo hacen son recriminados como incómodos entorpecedores de un tiempo nuevo, nostálgicos de un conflicto pasado, cuyo recuerdo incomoda y revuelve conciencias, tanto tiempo aletargadas. Durante años, el algo habrá hecho tuvo más legitimación social que el basta ya.
Como un rito impulsivo, casi de justicia, cada año trato de comprar un par de libros en Lagun. Cuantitativamente irrelevante, el mero gesto es simbólico, en un lugar donde los símbolos desaparecieron al tiempo que se apagaban las pistolas, pero el silencio inundaba los cafés – allí donde hace no tanto tiempo hablar de política no resultaba recomendable – y dejaba paso a una incómoda e injusta amnesia colectiva. Inducida, prácticamente imperativa. Para no molestar, en el nuevo tiempo de paz, convenía guardar silencio y cimentar sobre el mismo la nueva era. Sin violencia explícita, claro, menos mal. Pero con la dignidad mutilada, mermada, ¿es posible construir algo? No parece haber espacio para un ejercicio de memoria exhaustivo en las calles de San Sebastián, donde tantos de sus vecinos vieron sus vidas arrebatadas, ni recuerdo para todos aquellos que se fueron, expulsados por la insoportable losa de la amenaza, del dedo acusador, de la mirada larga y profunda de los chivatos. También Lagun, librería icónica de la ciudad, tuvo que mudar su sede. Símbolo del antifascismo, referencia de la izquierda comprometida contra la dictadura, fueron los cachorros de la banda terrorista quienes terminaron expulsando a sus dueños de la Parte Vieja de la ciudad. Escaparates destrozados y libros quemados: una vieja costumbre de todos los fanáticos, escalofriante tradición totalitaria.
Muchos se fueron de allí a la fuerza, otros se marcharon como resultado de una política de hechos consumados, hastiados, agotados y derrotados. En una ciudad tan apolínea y encantadora, resuena, a modo de triste paradoja, la inmundicia moral de los silencios, la brumosa e inquietante losa de olvido sobre víctimas y victimarios. Una disociación básica para la fundamentación moral de la comunidad política: qué menos que saber quién fue quién en aquella pesadilla. La condena del terror, de soslayo, no se le exigió a todos. Quienes siguen sin hacerla, además, cuentan con un papel respetable en la política vasca. El proyecto étnico de secesión que ocultaban las capuchas y las pistolas no ha sido condenado, sino generalizadamente absuelto. Cuenta con un cierto prestigio social. No la ejecución criminal, claro, pero sí los motivos políticos que fundamentaron esos crímenes.
La paz con la que observo la isla de Santa Clara desde la inconfundible barandilla blanca de San Sebastián – ciudad que también siento mía y a la que no puedo dejar de querer – se quiebra irremediablemente cuando recuerdo, con amargura, la degradación moral que transmiten sus sombras.
Guillermo del Valle
- San Sebastián: entre la belleza y las sombras - 04/09/2021
Gracias Guillermo por el artículo.
El nacionalismo es la mayor lacra, promotora de desigualdades y de una intrínseca capacidad de ejercicio del supremacismo. Maketos, coreanos, Mutur-beltzak, larri-motzak…. los motes de los nacionalistas hacia los españoles en general, el desprecio hacia el otro como vía para montar si entramado racista, retrógrado y con ganas de montar pequeños genocidios culturales…. son los nazis de hoy en día actuando en dos vertientes. La económica, robando recursos de todos y la cultural, gastando muchos miles de millones de euros en los últimos decenios para impulsar artificialmente un idioma y discriminar al resto, a la grandísima mayoría de los ciudadanos de esa comunidad para aposentar a sus fieles en puestos de funcionariado y que se asienten, expulsando a los que no son de su cuerda.
Somos o debemos ser ciudadanos con iguales derechos y obligaciones. Eso no aplica para estos retrógrados. Y se les permite.
La alianza de la gran derecha española con los cavernarios de las taifas, permitiendo que estos retrógrados estén muy sobrerrepresentados en el congreso frente a las opciones de izquierda españolas era un artificio para frenar a esa izquierda. Pero el experimento salió rana y los retrógrados han montado chiringuitos autonómicos.
Si a un cambio en el sistema electoral: circunscripción única nacional. Una persona, un voto, del mismo valor. Si a leyes iguales para todos independientemente de donde vivamos. No a privilegios étnicos (que no hay etnias….. somos todos clavaditos) o de cavernarios. No a chiringuitos.
El neoliberalismo se desmonta a base de no demasiado esfuerzo legal. Lo de los retrógrados nacionalistas es más complicado: leyes, firmeza y tiempo. Han lavado el cerebro a demasiada gente, convenciéndoles de que son diferentes (y por supuesto, mejores) para así tener un rebaño que pastorear, esquilar, ordeñar y que permita a las castas locales vivir bien y crear dinastías locales.
Pero se puede conseguir
Ánimo con la web.