Saúl Martín González | Los docentes podemos constatar en primera persona el arrinconamiento y purga progresiva en nuestro sistema educativo de aquellos contenidos relacionados con la Historia Antigua o, para ser más concretos, con el Mundo Clásico. La huella de éste (la Mitología griega, el Derecho romano, etc…) no se encuentra solamente en la base de nuestra cultura, sino que resulta absolutamente crucial para el desarrollo histórico de la izquierda política desde la propia “Era de las Revoluciones Atlánticas” (léase los albores de la Edad Contemporánea) en adelante. Sin el influjo de griegos y romanos (muy influenciados a su vez en su génesis cultural por otros pueblos, como los del Próximo Oriente, pero de ello habremos de ocuparnos en mejor ocasión) no podríamos comprender, por ejemplo, el culto a la Diosa Razón por parte de los revolucionarios franceses (jacobinos precisamente, y otros) o la imagen de Hispania acuñada en las primeras pesetas españolas tras el triunfo de la Revolución Gloriosa en 1868. Tampoco, no olvidemos, los trabajos de Historia Comparada elaborados por Friedrich Engels que resultaron claves para que a la teoría marxista se la denomine, aún hoy, precisamente “Materialismo Histórico”. Sin ellos, los diferentes estadios evolutivos por los que atraviesa el devenir de los diferentes modos de producción no podrían entenderse. Así como, atención a la jugada, el propio vocablo “clase” (classis) o nada menos que “proletarios” (proletarii, es decir, aquellos tan pobres que sólo estaban en condiciones de aportar su prole para el mantenimiento del Estado), existente ya en los albores de la República romana. Una de las principales instituciones de Gobierno de ésta, los comitia centuriata o Asamblea de las Centurias, organizaba a los ciudadanos según un principio censitario (léase económico y de propiedades) a imagen y semejanza de los sistemas provenientes desde la Hélade, que arrancan en último término con las reformas de Solón en la Atenas a caballo entre los siglos VII y VI antes de la Era cristiana.
Pero además de todo ello, existe otro concepto de procedencia romana que en nuestros días que embarulla y distorsiona los análisis de la izquierda más oficialista, lela y vaga (sensu lato). Se trata del concepto de la plebe frumentaria.
Durante varios siglos de Historia de la ya susodicha Roma republicana, existió un conflicto de clase (ampliamente estudiado por especialistas como G.E.M. de Sainte-Croix, Anderson, Wickham y otros hace algunas décadas, antes de que el postmodernismo vacuo se apoderase de los análisis históricos en los cenáculos universitarios) que dividió profundamente la sociedad de la Ciudad Eterna: el conflicto patricio-plebeyo. No es éste el lugar indicado para desarrollarlo pero baste señalar la existencia de sendas “sediciones de la plebe”, recordadas por Tito Livio y otros. Los plebeyos (que no olvidemos, eran ciudadanos varones libres, a menudo dueños de sus propios esclavos), excluidos de las instituciones republicanas se retiraban al Monte Aventino y exigían “una garantía pública: que a cada cual se le debe otorgar la libertad antes que la espada, para que así luche por la patria y por sus conciudadanos; no por sus dueños” en palabras de Livio. Tras los aprietos en los que se ponía al Patriciado con ello, finalmente la presión plebeya consiguió arrancar la Lex Hortensia del 287 a.n.e. por el que se les abrían las instituciones. Y lo interesante, empero, comienza ahora.
La nueva república patricio-plebeya desarrolló una élite política ciertamente mixta, pero no por ello más inclusiva. Las masas populares, por el contrario, ya sin restricciones de iure a la política perdieron su interés en ella. Las élites políticas y económicas, una vez eliminadas las barreras de iure al Poder político, tuvieron que inventar una fórmula entonces novedosa: el célebre Panem et circenses; llénales el estómago y entretenles con espectáculos sin fin. Así surgió el concepto de plebs frumentaria (de frumentum, “trigo”, regalado a las masas en los edificios públicos): una suerte de masa (en el sentido más orteguiano del término) apesebrada y paniaguada, enganchada a su dosis cual vulgar yonki e inerte e inservible en lo político. Del éxito del invento (bien conocido en nuestros días, incluso a través de la cultura popular) dan fe las noticias de que, todavía en época bajoimperial varios siglos después, los bárbaros encontraban las ciudades romanas vacías puesto que todo el mundo estaba en el circo asistiendo a las carreras de carros.
Desde la pseudoizquierda posmoderna, hegemónica e institucional se hacen hoy determinados análisis maniqueos, de trazo grueso, de víctimas y agresores per se. A menudo se aplican mal (o directamente no se aplican) los análisis socioeconómicos y de clase desplazados por aquéllos de “tribus urbanas”, sentimientos, emociones, etc.… No es de extrañar que la práctica totalidad de tales pseudoanálisis irracionales caigan en lo risible, por lo absurdo. “Es inexplicable que la derecha se arraigue en los barrios obreros” claman los apóstoles del Postmodernismo. “No comprendemos porqué la juventud es cada vez más violenta, aparentemente sólo por diversión” responden los voceros desde los medios de comunicación de masas. “Ya no existe la clase obrera”, “ahora somos todos ricos, ya no existe el conflicto social”, “las ideologías han muerto, lo importante es el progreso”, clamaban hasta hace bien poco, y aún hoy, los epígonos de Francis Fukuyama. Para volver a afinar el análisis, la izquierda debe volver a mirar a la Roma Eterna, y pedirle a la Madre de Occidente que le narre la vieja historia de la plebe frumentaria.
Saúl Martín González