La intención de este escrito es contribuir a la oxigenación de una atmósfera política crispada a partir de unas consideraciones sobre los cambios que han experimentado los partidos y las particularidades que presenta el paisaje en España, especialmente en el espectro de la izquierda, pero sin perder de vista un mapa general que contempla un crecimiento significativo y muy preocupante de las versiones extremas de la derecha. Está organizado en cinco partes dedicadas sucesivamente a las transformaciones experimentadas por los partidos, las particularidades del caso español, la coyuntura de la crispación, los argumentos en favor de una opción de izquierda social y democrática y la vigencia de unos ideales emancipadores que se enfrentan a rivales poderosos en cuanto a las preferencias colectivas. Serían las siguientes:
1. Transformaciones en los partidos: una mirada histórica
2. Hechos diferenciales en el sistema de partidos en España
3. Polarización y espacio público habitable
4. La vigencia de un proyecto democrático y social
5. Desigualdad, solidaridad, consumismo y ciudadanía
1. Transformaciones en los partidos: una mirada histórica
Escribía el historiador francés François Hertog que una de las características de nuestro régimen de historicidad es el presentismo; ello nos priva de luces largas, de un telón de fondo, en la reflexión sobre los problemas que nos afectan. Habría que añadir el localismo tribal en un paralelo régimen de espacialidad. Ampliar la escala de los mapas cronológicos y geográficos también puede brindar algún provecho a la hora de hilvanar unas reflexiones sobre los partidos que pudieran ser de utilidad para su funcionamiento, tanto de los viejos como de los nuevos. Para este apartado se seguirá principalmente a Stephanie L. Mudge, que se ocupa de la izquierda, y a Peter Mair, que lo hace del conjunto del espectro; ambos ofrecen una visión panorámica y sistémica de los cambios que ha sufrido la estructura y el funcionamiento de los partidos.
Stephanie L. Mudge, profesora de Sociología de la Universidad de California, Davis(1), distingue tres etapas en el último siglo de la izquierda: socialista, economicista keynesiana y neoliberal; esas etapas difieren tanto por los elementos programáticos como por la composición social y el perfil de los cuadros de los partidos.
En la primera fase los partidos de izquierda defienden un análisis marxista de la realidad, se definen como partidos de los trabajadores y propugnan la propiedad colectiva de los medios de producción. Hacia los años 60 se produce el giro economicista y el keynesianismo sustituye al socialismo como referencia ideológica en los partidos socialdemócratas: crecimiento, pleno empleo y prosperidad(2). Aunque lo que vino después hizo bueno al keynesianismo, la autora le atribuye una responsabilidad en la deriva por dos razones: el abandono de los ideales socialistas –entre ellos la propiedad colectiva de los medios de producción– y el giro economicista y tecnocrático que supuso un punto de partida para la progresiva externalización de la producción del discurso político que se materializaría en la fase siguiente.
La tercera fase es consecuencia del desplazamiento del keynesianismo por el neoliberalismo y su asunción en los noventa por el Consenso de Washington y la Tercera Vía. Su discurso elimina como protagonista a la clase trabajadora y se articula en torno a un vago progresismo, en una contundente defensa del mercado ─lo que Tony Judt llama «el fundamentalismo de mercado»─ y la globalización y en la asunción de un Estado social asistencialista que celebra el esfuerzo, el mérito, la adaptabilidad y la responsabilidad personal. Amparó la ola privatizadora que resultó ser en el fondo una expropiación: para nuestro país, «la operación económica más importante de la historia económica»(3). Desde ciertos sectores se defiende que el liberalismo es de izquierdas (Alberto Alesina y Francesco Giavazzi en Italia), mientras que otros, cada vez más y entre ellos Thomas Piketty, aseguran que ese giro ha enajenado a los trabajadores del centroizquierda y dejado expedito el terreno al populismo de derechas y los partidos ultras que lo representan, ofreciendo soluciones mágicas envueltas en mentiras más o menos piadosas pero desmovilizadoras de las clases populares.
A esas fases corresponden tres tipos de perfiles de expertos de partido que rompen la división clásica entre partidos de notables y partidos de masas. En la primera predominan los intelectuales orgánicos (sindicalistas, periodistas, activistas formados en el movimiento obrero) que hacen su carrera en el partido. En la segunda los economistas universitarios ocupan el papel central, ahora en ocasiones en oposición a los sindicatos. En la fase neoliberal se imponen los expertos de partido a los que Mudge denomina TFE (economistas trasnacionales orientados a las finanzas); son especialistas que aunque no profesen abiertamente la fe neoliberal asumen la primacía de la ortodoxia economicista y se expresan en un enjambre de colectivos como consultores, expertos en comunicación, spin doctors (ingenieros de opinión), think tanks, o fundaciones(4), que suplantan el protagonismo de los cargos orgánicos de los partidos o lo colonizan, como ha ocurrido, en términos más generales con la captura del Estado por la econocracia financiera, contando con el caballo de Troya de los bancos centrales. Probablemente este entrismo tecnocrático no es ajeno a otro elemento perturbador para la imagen pública de los políticos: las puertas giratorias.
Por otro lado, es importante señalar el impacto inconsciente libidinal de la lógica neoliberal que afecta no a la cúspide sino a la base de la pirámide social: la sacralización del consumismo, precisamente ese obstáculo invisible que hace inviable la movilización de la indignación porque rompe el esquema del 1 contra el 99 % y explica también en parte las resistencias en relación con el cambio climático (5).
Al estudio de los cambios ocurridos en los partidos políticos ha dedicado buena parte de su obra un politólogo ya desaparecido, Peter Mair, y merecedor de atención. Para este sociólogo esas transformaciones son un factor principal de lo que llama «el vaciamiento de la democracia» (6). A comienzos de siglo se refirió a la estrategia populista de los políticos antipolíticos, una tendencia que se ha acentuado tras su muerte hasta culminar en la paradoja de que la omnipresencia del populismo coincide con el auge de una idea de democracia carente de su componente popular, una democracia sin demos. (La etimología no es inocua: demos remite a una ciudadanía indiferenciada, populus a la raíz griega polys que denota cantidad, muchos). Este vaciamiento de la soberanía, que está en el origen de la desafección ciudadana, se acentuó en los años 90 según Mair por la nueva retórica antipolítica de los políticos; es el caso de Tony Blair que no veía su papel como el de un político y resumía la función del gobierno en juntar los «mercados dinámicos» y las comunidades fuertes para ofrecer «sinergias y oportunidades». Se imponía un estado mínimo y una democracia minimalista (7), miniarquista, como escribe Guillermo del Valle en La izquierda traicionada (8), con un corolario de alcance: se dejaba a los expertos la responsabilidad de las decisiones estratégicas ─por ejemplo, el diseño de políticas económicas─ y tácticas ─entre ellas, la organización de campañas─.
En consonancia con este cambio los partidos priorizaron su labor de organismos de gobierno sobre el de representación. Con ello, «se ha producido una degradación del papel del partido sobre el terreno y un cambio en el centro de gravedad de su organización hacia aquellos elementos que atienden sus necesidades en el gobierno y el parlamento», han subordinado así las funciones de representación –integrar y movilizar a la ciudadanía, articular intereses para convertirlos en políticas públicas– a las funciones de procedimiento y manutención, alejándose del marco de acción de una democracia popular. Con ello el proceso de vaciamiento se refuerza por ambos extremos: los ciudadanos pasan de ser participantes a espectadores y las élites políticas, que hospedan a buena parte de los dirigentes de los partidos, se aseguran un espacio para perseguir sus intereses particulares (Mair, 2013, pp. 95-98). De este modo, los partidos se alejan de sus respectivos públicos y se acercan entre sí propiciando la formación de coaliciones promiscuas más explicables por los intereses de gobierno que por las afinidades ideológicas, lo que explicaría la situación de extraños compañeros de cama. Sobran los ejemplos. En definitiva, los partidos han perdido centralidad en los procesos de representación, agregación e intermediación de intereses, de modo que la articulación de las demandas populares ocurre cada vez más fuera del espacio de los partidos (Mair, 2013, p. 93), o bien, y esto es lo que explica las tendencias de voto apuntadas, en aquellas formaciones que presentan un perfil más antisistema. Lo ha formulado lapidariamente John Ganz para el ascenso de Trump: la debilidad del establishment político contrasta con la vitalidad de una sociedad civil que busca un medio de expresión y «esa expresión es patológica. Lo que pide es un dictador. Porque el sistema de partidos es incapaz de responder a sus demandas»(9).
Esta relación entre las dinámicas cartelistas ─el término es de Mair─ de los partidos y la esclerosis de la democracia ha sido señalada por otros analistas. Nadia Urbinati insiste sobre la desresponsabilización de los partidos y la dejación por los electos de sus funciones clásicas que resulta en una democracia minimalista subalterna a una economía neoliberal, que ha configurado no solo una economía sino una sociedad de mercado. A esta dejación de la cosa pública se suma el desentendimiento de los opulentos de sus obligaciones para con la sociedad en el sentido propugnado por Milton Friedman cuando indicaba que la única obligación corporativa de las empresas es crear beneficios para los accionistas. La secesión de los ricos de los intereses comunes.
En ese sentimiento de pérdida y vulnerabilidad por el vaciamiento del Estado social, de anemia democrática, pescan las retóricas hipercalóricas del extremismo populista, no sólo en el flanco derecho del espectro, aunque mucho más en él. Como explica el sociólogo y director de investigación sobre extremismo de derecha de la Escuela Superior de Düsseldorf, Fabian Virchow, para dar cuenta del apoyo a Alternativa para Alemania (AfD): «El descontento de los votantes de la AfD es el resultado de años de frustración, resignación y pérdida de confianza en los partidos democráticos. Esto solo puede cambiar a medio plazo si los políticos escuchan a la gente sin ser oportunistas. Sabemos, por ejemplo, que allí donde hay inseguridad económica, la gente es más proclive a AfD. Así que necesitamos una verdadera política social: los partidos políticos deben encontrar soluciones a la insatisfacción que lleva a la gente a votar a este partido» (10).
Un contingente no despreciable de votos populares nutre las despensas nacionalpopulistas. Precisamente lo que hace el populismo es eliminar una trama de mediaciones instrumentales de la democracia representativa. El populismo exige identificación, a menudo expresada como adhesión incondicional al líder, mientras que la tradición representativa descansa en la distancia que separa a representantes y representados. En este contexto, los partidos «dejan de ser máquinas de educación política, conocimiento y mediación, para pasar a ser máquinas electorales», en palabras de Nadia Urbinati (11). Una democracia sana necesita instituciones mediadoras sólidas: partidos, sindicatos, medios y asociaciones sociales que insuflen solidaridad y den sustancia a la política, y a las gentes, el sentimiento de ciudadanos activos. Pero para incorporar esa sustancia es preciso recuperar una agencia política fuerte de modo que la democracia sea lo que sus principios fundacionales definen, y esto es una indicación a tener en cuenta para la configuración de nuevas formaciones políticas o la rehechura de las viejas.
2. Hechos diferenciales en el sistema de partidos en España
El esquema trifásico de Mudge (socialismo, economicismo, neoliberalismo) se antoja incompleto porque no recoge una cuarta metamorfosis del socialismo, la psicopolítica, representada por los nacionalismos y las políticas de identidad. Significativamente, en el índice analítico de su libro, un volumen de más de 500 pp., no aparecen términos como nacionalismo, identidad o woke. El tratamiento conjunto de nacionalismo e izquierda no ha destacado por su atractivo editorial. Este ha interesado a los estudiosos cuando la izquierda ha asumido el marco identitario de las guerras culturales. En ese sentido, es un buen complemento al libro de Mudge la monografía de Susan Neiman, Left is no woke (12), que se suma a los estudios de Mark Lilla, Alan Sokal y unos pocos más.
El escaso interés en esta modulación identitaria de las izquierdas se multiplica en el caso español, donde nacionalismo sigue denotando básicamente el franquismo nacionalcatólico mientras que los nacionalismos subestatales, cuando han sido objeto de estudio, lo han sido mayoritariamente desde una posición partidista y en ocasiones como encargo de las instituciones representativas de esos nacionalismos; de manera que en la opinión pública foránea ha pasado desapercibido el componente entre fascista –nacionalismo vasco radical– e iliberal –el procés catalán– de los nacionalismos subestatales. Por ejemplo, el justamente reconocido historiador del nazismo Ian Kershaw ve la «alargada sombra» de Franco en la «agresiva reacción del gobierno conservador español» al independentismo catalán (13). Otro ejemplo viene dado por las declaraciones de Francis Daspe –animador de La France Insoumise (LFI) y candidato de Nouvelle Union Populaire Écologique et Sociale (NUPES) en los Pirineos Orientales–, en las que asegura que «una gran parte de los separatistas catalanes son claramente progresistas», por eso «hemos denunciado las desviaciones democráticas con motivo de la represión del movimiento político en Cataluña» (14). En conclusión, la literatura sobre esta extraña pareja es relativamente escasa y frecuentemente sesgada.
España ofrece la particularidad de que su sistema de partidos se articula además de en la dimensión ideológica derecha-izquierda, en una dimensión territorial identitaria centro-periferia. En teoría esto ofrecería cuatro perfiles posibles en una tabla de doble entrada. En la práctica no ocurre así en el caso de los subnacionalismos poderosos, el catalán y el vasco, porque ambos son asimilados al tramo progresista de la primera dimensión. Esto ocasiona una colusión o alianza entre partidos nacionales de izquierda y partidos nacionalistas sin adjetivos.
Hay una particularidad adicional de estos subnacionalismos que es generalmente obviada cuando son objeto de estudio de casos: aunque tanto el nacionalismo catalán como el vasco están repartidos territorialmente en dos Estados, la atención se centra particularmente en el lado español y las reivindicaciones más visibles tienen lugar precisamente allí donde existe un mayor reconocimiento y mayor nivel de soberanía material y de las instituciones expresivas de la identidad nacional. Tanto que en estos territorios es difícil encontrar elementos indicadores de la presencia del Estado y en el caso de Cataluña se observa además un rechazo de España y de lo español, incluida la lengua, que oscila entre la xenofobia y el racismo y que paradójicamente a menudo viene expresado en el marco del lenguaje de- o poscolonial.
En todo caso es impensable en España un partido de izquierda que imitara al que capitanea Mélenchon introduciendo el nombre de España en su denominación. Menos aún que, un líder de izquierda radical como él, afirmara: «Amo a España y a su historia». Paradójicamente, las izquierdas radicales foráneas aceptan el mapa español y defienden los nacionalismos periféricos. En el caso de Francia muestran un claro doble rasero según el lado de los Pirineos de que se trate. Este aspecto entronca con la característica señalada que permite hablar de los nacionalismos ricos españoles como nacionalismos demediados o heminacionalismos: su propuesta reivindicativa opera solo en una parte del espacio de referencia que dibuja la unidad orgánica (15).
Y si esto es una anomalía desde el punto de vista de la cosmovisión psicopolítica del nacionalismo, se ve acompañada de otra que remite al espectro ideológico: son territorios ricos que exhiben los mismos rasgos insolidarios que ocurre en el plano vertical de la desigualdad con la lista de las mayores fortunas. Dentro de la escasa atención a este aspecto, el egoísmo elitista de estos territorios ha sido señalado por autores como Thomas Piketty, Christophe Guilluy, Emmanuele dalle Mulle, François Dubet o Paul Collier. Un párrafo de este último sirve de sinopsis:
Todas estas secesiones aparentemente distintas tienen algo en común: son regiones ricas que intentan liberarse de sus obligaciones con el resto del país. […] Detrás de las poses discursivas sobre el derecho a la autodeterminación, estos movimientos políticos son otras manifestaciones del desmoronamiento del Estado socialdemócrata: resentimiento contra las obligaciones recíprocas construidas en torno a una vasta identidad compartida. Tanto ellos como el capitalismo merecen los epítetos de codicia y egoísmo. Que los hayan evitado es un tributo no a su propósito, sino a sus relaciones públicas. Necesitamos identidades compartidas más anchas, pero el nacionalismo no es el camino para crearlas. Al revés, está siendo utilizado por populistas políticos para crear una base de apoyo mediante narrativas de odio a otras personas que viven en el mismo país. Toda la estrategia consiste en fomentar la cohesión dentro de una parte de la sociedad creando fisuras con otras partes de la sociedad. Las identidades opuestas resultantes son letales para la generosidad, la confianza y la cooperación (16).
A partir de este análisis sociológico resulta difícil de entender el apoyo de sectores de la izquierda a los nacionalismos periféricos ricos, que a la insolidaridad añaden, acentuadas, las funciones patrimoniales que observó Mair y que se han manifestado en la utilización de las administraciones públicas de interés general como instrumento prioritario de sus objetivos políticos particulares. Esta inclinación filonacionalista, heredera de la nacionalización del antifranquismo en los últimos años de la transición, implica que cualquier nacionalismo periférico, por xenófobo y desigualitario que sea, goce de la vitola de progresista. Resume bien este punto Guillermo del Valle en La izquierda traicionada: «Resulta más difícil de entender esa izquierda que asume las barreras tribales. […] La privatización territorial, aquella en la que desemboca un Estado vaciado de competencias, resulta invisible para buena parte de nuestros ojos presuntamente progresistas» (p. 244).
Desde el punto de vista comparado es interesante el caso español por la experiencia de dos partidos recientes que alcanzaron cotas importantes de apoyo popular, a escala local uno y nacional otro, y que están caminando o hacia la desaparición –Ciudadanos– o hacia la irrelevancia –Podemos, varias veces escindido después de haber fagocitado a IU, triste sino de un legado de resistencia al franquismo que no pueden exhibir ni los partidos nacionalistas ni muchos de los voceros que hoy denuestan el ‘régimen del 78’, por el que dieron la vida los abogados de Atocha hace 47 años–. Ciudadanos, sufrió un escoramiento hacia la derecha y se acercó de forma palpable al viejo nacionalismo español y al fundamentalismo neoliberal, lo que ahuyentó a sus votantes. El segundo nos interesa más porque afecta al espacio de la izquierda. Podemos nació, con enorme fuerza, recogiendo los ecos de las movilizaciones del 15-M, consiguiendo que el imaginario popular identificara el nuevo partido como la decantación del abigarrado y multiforme movimiento. Sin embargo, desde el inicio la configuración de la nueva formación desmintió la reivindicación de una política democrática, horizontal e impugnadora de las prácticas de las élites denunciadas en la revuelta de las plazas. En vez de la proclamada penetración capilar en la sociedad, que encarnaría una organización vinculada a las capas populares, la concepción del núcleo dirigente se basó en una estructura de comunicación que privilegió desde el primer momento la televisión como medio fundamental de conexión con la ciudadanía. Término que, no solamente por haber sido apropiado por la formación de Albert Rivera, fue suplido por el de gente, contrapuesto a la casta dirigente, sino que en opinión de Andrés de Francisco y de Francisco Herreros: «Como categoría política, la ‘gente’ es una noción esencialmente antidemocrática, y solo puede encajar en un esquema de acción política donde el líder, el partido o el caudillo actúan en su nombre sobre la base de una interpretación de sus preferencias» (17).
Recordando lo señalado en el apartado anterior –«1. Transformaciones en los partidos: una mirada histórica»–, Podemos se estrenó organizativamente como una máquina electoral; en lo que ha devenido a la vista está. El partido, heredero de una movilización encomiable contra los efectos del austericidio, compuso su discurso explícito con los ingredientes de la razón populista teorizada por Laclau y Mouffe, junto con la asunción dogmática de la bondad de los nacionalismos periféricos ricos y el excipiente retórico emotivista de la reactividad. El factor común entre populistas y nacionalistas es la lógica adversarial o antinomial teorizada por Carl Schmitt: el enemigo de mi enemigo es mi amigo; luego hay que abrazar a Puigdemont o a Otegi, mientras se sataniza a Díaz Ayuso o Núñez Feijóo; o viceversa según la ubicación del hablante. Ambos forman parte de lo que se denominan paradigmas disociativos y responden a esa clase de posiciones que, en palabras del humanista renacentista Luis Vives «no pueden vivir sin enemigos» (18).
Dado el papel de ideólogo para este sector de la izquierda, conviene dedicar unas líneas a Laclau. Comienza su escrito inaugural Emancipación con una frase perentoria en la que declara muerta «la noción clásica de emancipación» (19), porque es incompatible con la otredad requerida por el acto fundante de la emancipación. Sostenía que los nuevos discursos de liberación debían descansar en fundamentaciones completamente contingentes, un elemento en sintonía con la sensibilidad posmoderna. Laclau no era consciente de que esta posición dejaba el espacio disponible para discursos rivales, que son los que acabarían cristalizando en el giro autoritario. La dialéctica del resentimiento (20) sustituyó a la dialéctica de la emancipación. Así, Trump es para muchos americanos, entre ellos quienes asaltaron el Capitolio en 2021, el verdadero y legítimo representante del ‘pueblo’, frente a las élites, el ‘estado profundo’ y las oligarquías cosmopolitas. La retórica populista se empeña en convencer a una mayoría imaginaria de que la democracia constitucional sostiene una tiranía de las minorías.
El suyo es un buen ejemplo de la tesis de Blühdorn (21) de que los sociólogos críticos representantes de los movimientos emancipatorios no han logrado suplementar su lógica de la liberación con una lógica equivalente de limitación y contención. De ahí que, a la postre, los conceptos de emancipación, autonomía, crítica de las élites, pensamiento crítico y arraigo popular hayan sido capturados por actores políticos cuyos objetivos y propuestas se encuentran en los antípodas de las promovidas por los titulares anteriores del proyecto emancipatorio. El sindicato de Vox se llama Solidaridad y la denominación completa es Sindicato para la Defensa de la Solidaridad de los Trabajadores de España (SPDSTE). La inspiración schmittiana de Laclau, que comparte con Alain de Benoist, padre de la Nueva Derecha, da cuenta de estas confluencias, las conversiones y los extraños compañeros de cama. Es significativo al respecto que desde sectores izquierdistas imiten los procesos inquisitoriales e irracionalistas de la reacción clásica, como la censura o la cancelación, que suponen un menoscabo de la libertad de expresión (22).
Como se ha señalado, es difícil sostener la compatibilidad entre izquierda y políticas identitarias en general y entre izquierda y nacionalismo en particular. Félix Ovejero ha dedicado argumentos sólidos al asunto para lo que concierte al caso español y, si se quiere ampliar el foco, autores izquierdistas como Eric Hobsbawm o Tony Judt han escrito solventemente sobre ello. Harían falta muchas páginas para recoger las posiciones que muestran que nacionalismo e izquierda pertenecen a espacios conceptuales antagónicos, fuera del contexto particular de las guerras de liberación colonial. Máxime si tenemos en cuenta los componentes supremacistas y xenófobos de unas concepciones que tacharon de ‘maketos’, ‘cacereños’, ‘murcianos’ o ‘charnegos’ a los trabajadores procedentes de otros lugares de España o que dibujan a los castellanohablantes como torpes o malos de película, como en Polònia de TV3.
En diciembre de 2023, a resultas de ciertas posiciones en relación con los acontecimientos que han ensangrentado Oriente Próximo desde octubre, se creó un grupo de discusión llamado Left renewal (23) que se propone discutir los elementos nucleares de un programa de izquierdas. En el documento base para la discusión, titulado «Para una izquierda democrática e internacionalista», se pueden leer en el apartado «Un enfoque crítico del nacionalismo» unas consideraciones atinadas:
Las naciones son construcciones sociales, que funcionan en parte para enmascarar explotaciones y opresiones dentro de la nación, como las de clase, género, raza y otras, en nombre de un ‘interés nacional’ unitario. Nuestro objetivo a largo plazo es la libre asociación de todos los seres humanos, es decir, un mundo sin naciones, en el que las identificaciones étnicas hayan pasado a un segundo plano. […] La gente de izquierdas debe alzarse contra la opresión de pueblos, ligada a su nacionalidad. Pero debemos también reconocer que todos los nacionalismos –incluido los de los grupos oprimidos actualmente– son, por lo menos en potencia, vectores de exclusión y de opresión. Apoyar el derecho de defenderse de un pueblo determinado o de conquistar la autodeterminación no significa, sin embargo, adoptar su nacionalismo por procuración. Una izquierda internacionalista no debe izar una bandera nacional ni sostener un Estado o un movimiento nacional sin crítica. […] El objetivo de Hamás, de reemplazar la dominación nacionalista judía por una dominación nacionalista islamista –un Estado teocrático del cual los “usurpadores” judíos serían expulsados–, es reaccionario. El hecho de que sea altamente improbable que logren su fin no vuelve su meta objetivamente más soportable desde el punto de vista de una ambición política democrática internacionalista.
Que en las condiciones actuales deban actuar en otros marcos, no implica perder de vista el horizonte internacionalista, su aspiración a un laicismo identitario. Mientras tanto, la opción menos mala es la de preferir las unidades superiores de afiliación a las fragmentarias o fragmentadoras, el imperativo abarcador a la lógica tribal (24). La prioridad de la unidad superior, es la que señaló Montesquieu (25): «Si conociera algo beneficioso para mí y perjudicial para mi familia, lo rechazaría. Si conociera algo bueno para mi familia y no para mi país, lo olvidaría. Si supiera de algo beneficioso para Europa y perjudicial para la humanidad, lo consideraría un delito». Pero la idea está ya, con el énfasis en la condición de clase, en El manifiesto comunista: «la acción común del proletariado […] es una de las condiciones de su emancipación»; de modo que solo provisionalmente hay que aceptar el marco nacional, que es una cuestión de forma, mientras es el internacionalismo lo que informa el contenido.
La lógica de la psicopolítica prefiere el camino contrario, el de la balcanización o micronización, muy sensible a la tentación del victimismo. Este recorrido se agrava con el recurso ya citado al esquema binario. El resultado es el maniqueísmo de izquierda o campismo, que es la contribución de este campo ideológico al fenómeno extendido de la polarización de que se ocupa el apartado siguiente.
Autores: Martín Alonso Zarza y Francisco Javier Merino.
- Stephanie L. Mudge, Leftism reinvented. Western parties from socialism to neoliberalism, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 2018.
- Los partidos comunistas mantienen sustancialmente el lenguaje marxista hasta 1989, en que se produce la caída del Muro que acabará enterrándolos en el llamado primer mundo.
- Jesús Mota, La gran expropiación. Las privatizaciones y el nacimiento de una clase empresarial al servicio del PP, Madrid, Temas de Hoy, 1998.
- Ver al respecto el muy recomendable libro de Giuliano da Empoli, Los ingenieros del caos (Madrid, Oberón, 2020).
- Ver el apartado «5. Desigualdad, solidaridad, consumismo y ciudadanía».
- Peter Mair, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, Madrid, Alianza, 2015.
- Nadia Urbinati, Pocos contra muchos. El conflicto político en el siglo XXI, Buenos Aires, Katz, 2023.
- Guillermo del Valle, La izquierda traicionada. Razones contra la resignación, Barcelona, Península, 2023.
- https://prospect.org/politics/2024-01-24-american-fascism-john-ganz/
- https://www.letemps.ch/monde/les-manifestations-contre-l-afd-en-allemagne-pourraient-avoir-un-impact-sur-certains-electeurs
- Mariano Schuster. «La rebelión de ‘los pocos’ contra ‘los muchos’. Entrevista a Nadia Urbinati», Nueva Sociedad, agosto, 2013 (https://nuso.org/articulo/pocos-contra-muchos-urbinati-izquierda-populismo-derecha/).
- Susan Neiman, Left is no woke, Cambridge, Reino Unido, Polity Press, 2023.
- Ian Kershaw, Personality and Power. Builders and destroyers of modern Europe, Londres, Penguin Press, 2022, p. 261.
- https://www.eltriangle.eu/es/2022/06/12/el-pueblo-no-es-un-problema-al-contrario-es-la-solucion/
- Ver al respecto, Martín Alonso, «Heminacionalismos españoles», El Viejo Topo, febrero, 2024, pp. 28-33.
- Paul Collier, The future of capitalism: Facing the new anxieties,New York, Harper, 2018, p. 58.
- Andrés de Francisco y Francisco Herreros, «Podemos, la izquierda y la ‘nueva política’», El Viejo Topo, p. 60.
- Juan Luis Vives, Obras políticas y pacifistas, Madrid, Ediciones Atlas, 1999, p. 138.
- Ernesto Laclau, Emancipation(s), Londres, Verso, 1996, p. 4.
- Sjoerd van Tuinen, The dialectic of ressentiment. Pedagogy of a concept, Londres, Routledge, 2024.
- Ingolfur Blühdorn, «Liberation and limitation: Emancipatory politics, socio-ecological transformation and the grammar of the autocratic-authoritarian turn», European Journal of Social Theory, vol. 25 (1), 2022, pp. 26-52.
- Greg Lukianoff y Rikki Schlott, The Canceling of the American Mind, Nueva York, Simon & Schuster, 2023 (https://www.nybooks.com/articles/2024/02/08/whos-canceling-whom-canceling-of-the-american-mind/).
- https://leftrenewal.net/spanish-version/
- https://www.nybooks.com/articles/2023/11/02/defying-tribalism-left-is-not-woke-neiman/
- Montesquieu, Cahiers 1716-1755, París, Grasset, 1941, p. 10.